El nivel de detalles que estaba a disposición de ese público universal a través de los medios de prensa y las redes sociales no guarda relación con el de las ocasiones anteriores. En instantes, toda la información sobre la vida de Robert Francis Prevost era conocida por todos y se generaban miles de memes, el modo de comunicación más expresivo que parece tener la civilización de hoy. Chiclayo adquirió súbitamente una fama de la que careció en los dos siglos anteriores y un irreverente Donald Trump –días antes había difundido fotos simulando ser el Papa– celebraba que un estadounidense llegara al Vaticano.
La cobertura periodística era perfecta. Los enviados especiales conocían la materia, sabían a quién entrevistar y qué preguntas hacer. Hasta el público en general estaba bien informado de los pasos que seguirían los cardenales electores, gracias a que hace pocos meses, con un timming celestialmente preciso, se había estrenado la multipremiada película Cónclave.
No siempre fue así. No guardo memoria de la muerte de Juan XXIII, fallecido en 1963, aunque sí recuerdo a mi madre diciendo que era “un Papa bueno”. El siguiente, Pablo VI, murió quince años después, en 1978. Ese año la televisión paraguaya inauguraba las transmisiones a color con la Copa Mundial de Fútbol y las imágenes de las noticias internacionales llegaban con retraso de días y en blanco y negro. Por eso, las fotos del funeral de Pablo VI publicadas en los diarios eran lo más parecido a la inmediatez de la noticia que teníamos en la época. Imposible emocionarse demasiado con tanto retraso.
Su sucesor, Juan Pablo I duró muy poco. Se murió al mes. En 1978 tuvimos, pues, tres papas, pues asumiría el polaco Karol Wojtyla, Juan Pablo II, hasta su fallecimiento en 2005. El llamado Papa viajero, luego de un pontificado largo e influyente en la política mundial, padecía de múltiples dolencias físicas y su final, a los 84 años, no fue una sorpresa. La repercusión en la prensa paraguaya fue importante –las redes sociales apenas comenzaban a expandirse– pues había sido el primer Papa en visitar nuestro país y eso le había generado una simpatía local que solo fue superada por la venida de Francisco.
Fue sucedido por Benedicto XVI, un teólogo e intelectual de escaso carisma que cuando murió, muy anciano, ya había renunciado al papado años antes, por lo que no hubo interés mediático.
Las pompas fúnebres de Francisco y el fasto de la elección de León XIV son los acontecimientos del Vaticano mejor informados de la historia. Una anécdota que me fuera relatada por mi cuñado, el fallecido periodista Ernesto García, demuestra la importancia de estar bien informado. Un día, contaba, se encontró con la madre de un periodista televisivo –cuyo nombre omitiré– y la felicitó por el ascenso profesional de su hijo, quien había pasado de ser cronista de calle a presentador del noticiero central.
La señora agradeció y explicó: “Gracias a Dios, a él le favoreció mucho la muerte de dos Papas”. Es que, debido a su pasado como seminarista, conocía el significado de los rituales y hábitos papales, como el alba blanca, la estola, la casulla y mitra episcopal, por ejemplo. Era el único periodista que podía explicar en vivo todo eso. Y como hubo dos entierros en un mes –Pablo VI y Juan Pablo I– su rostro en la pantalla se hizo popular y terminó dirigiendo el noticiero. Como ve, hasta la muerte de los Papas puede tener efectos positivos.