Después de 28 años de una democracia endeble, cargada de graves problemas políticos –como la crisis generada por el atraco al Congreso, buscando imponer la enmienda que permita la reelección presidencial, violando la Constitución–, los resultados están a la vista.
A pesar de la estabilidad macroeconómica y un alto nivel de crecimiento promedio del producto interno bruto, la mayoría de los indicadores económicos están lejos de los de un país desarrollado, incluso a una gran distancia de los países vecinos, a los que todavía les falta un gran trecho para llegar a niveles como los logrados por muchos países del mundo.
Si analizamos los típicos indicadores económicos relativos a la producción podremos ver una economía altamente dependiente de factores exógenos, como el mercado externo y el clima. Esta situación se traduce en altos niveles de volatilidad que, a su vez, obstaculizan decisiones de largo plazo por parte de los agentes económicos.
El escenario empeora si analizamos el grado de diversificación económica y el valor agregado. Nuestra economía produce y exporta pocos productos y a pocos mercados, y sin mayores niveles de procesamiento, lo que se traduce en una escasa capacidad de derrame, tanto hacia el fisco como hacia el mercado laboral. Si vamos un poco más allá del volumen producido y analizamos los niveles de productividad, nos encontramos con otra importante decepción. Somos una de las economías de menor productividad de la región y una casi nula capacidad para innovar.
Otros indicadores, que a veces son causa de los anteriores y otras veces consecuencia, muestran la debilidad de este modelo productivo. Los niveles de ingreso per cápita se mantienen entre los más bajos, una mínima proporción de la población gana el ingreso necesario para contar con una vida digna y aún quedan muchas personas que no logran alimentarse bien en un país netamente exportador de alimentos.
El trabajo, además de no generar los ingresos necesarios, es precario e inestable. El porcentaje de personas que logra un empleo con seguridad social y otros beneficios es bajo; por lo tanto, durante su vida laboral es vulnerable y cuando envejece se empobrece al no contar con jubilación. El nivel educativo de la población ocupada apenas llega a los 6 años de estudio, explicando en parte el bajo nivel de productividad. Los niveles de desigualdad económica, medidos por el ingreso o el acceso a la tierra son escandalosos, revelando la incapacidad de la economía de que sus beneficios lleguen a la mayoría. Definitivamente, estos indicadores económicos no son señales de que estamos ni siquiera transitando hacia el desarrollo.
El país debe preguntarse hasta dónde estos magros resultados son producto de la propia dinámica económica y hasta dónde la inestabilidad política y la inseguridad jurídica derivada de la misma impiden que Paraguay avance de un mero aumento de la producción hacia un bienestar al menos económico si no es posible llegar a un pleno desarrollo.
Lo cierto es que ningún país actualmente desarrollado llegó allí con inestabilidad política.