Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos (...). Ya no os llamo siervos (...), a vosotros os llamo amigos, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa.
Jesús es nuestro amigo. En él encontraron los apóstoles su mejor amistad. Era alguien que les quería, con quien podían comunicar sus penas y alegrías, a quien podían preguntar con entera confianza. Sabían bien lo que deseaba expresar cuando les decía: amaos los unos a los otros... como yo os he amado.
Las hermanas de Lázaro no encuentran mejor título que el de la amistad para solicitar su presencia: tu amigo está enfermo, le mandan decir. Es el mayor argumento que tienen a mano.
Jesucristo es el amigo que nunca traiciona, que cuando vamos a verle, a hablarle, está siempre disponible, que nos espera con el mismo calor de bienvenida, aunque por nuestra parte haya habido olvido y frialdad. Él ayuda siempre, anima siempre, consuela en toda ocasión.
El trato diario y la amistad con Jesucristo nos llevan a una actitud abierta, comprensiva, que aumenta la capacidad de tener amigos.
La oración afina el alma y la hace especialmente apta para comprender a los demás, aumenta la generosidad, el optimismo, la cordialidad en la convivencia, la gratitud..., virtudes que facilitan al cristiano el camino de la amistad.
Para que haya verdadera amistad es necesario que exista correspondencia, es preciso que el afecto y la benevolencia sean mutuos.
Si es verdadera, la amistad tiende siempre a hacerse más fuerte: no se deja corromper por la envidia, no se enfría por las sospechas, crece en la dificultad, “hasta sentir al amigo como otro yo, por lo que dice San Agustín: Bien dijo de su amigo el que le llamó la mitad de su alma”. Entonces se comparten con naturalidad las alegrías y las penas.
El buen amigo no abandona en las dificultades, no traiciona; nunca habla mal del amigo, ni permite que, ausente, sea criticado, porque sale en su defensa. Amistad es sinceridad, confianza, compartir penas y alegrías, animar, consolar, ayudar con el ejemplo!”.
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal)