Ocurrió –leemos en el Evangelio de la Misa– que al llegar a Jericó había un ciego sentado junto al camino mendigando.
Algunos padres de la Iglesia señalan que este ciego a las puertas de Jericó es imagen «de quien desconoce la claridad de la luz eterna», pues en ocasiones el alma puede sufrir también momentos de ceguera y de oscuridad.
Tomemos ejemplo del ciego. Pero él gritaba mucho más: Hijo de David, ten piedad de mí. «Ahí lo tenéis: aquel a quien la turba reprendía para que callase, levanta más y más la voz; así también nosotros (...), cuanto mayor sea el alboroto interior, cuanto mayores dificultades encontremos, con más fuerza ha de salir la oración de nuestro corazón».
A veces será difícil conocer las causas por las que el alma pasa esa situación difícil en que todo parece costar más. No sabremos quizá su origen, pero sí el remedio siempre eficaz: la oración. «Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite, grita, insiste con más fuerza, “Domine, ut videam!” —¡Señor, que vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él te concederá».
El papa Francisco, al respecto del evangelio de hoy, dijo: “Esta periferia no podía llegar al Señor [el ciego en el camino a Jericó], porque este círculo –pero con buena voluntad– cerraba la puerta. Y esto sucede con frecuencia, entre nosotros creyentes: cuando hemos encontrado al Señor, sin que nosotros nos demos cuenta, se crea este microclima eclesiástico. No solo los sacerdotes, los obispos, también los fieles.
Pero nosotros somos esos que están con el Señor. Y de tanto mirar al Señor no miramos la necesidad del Señor, no miramos al Señor que tiene hambre, que tiene sed, que está en prisión, que está en el hospital. Ese Señor, en el marginado. Y este clima hace mucho mal...
(Del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal, y http://es.catholic.net)