Ahora que ya pasó, que ya vimos los videos de raudales y leímos los diagnósticos de los todólogos del Twitter sobre la situación de Asunción y lo que debe hacerse, podemos afirmar que lo que sucedió el viernes 10 de mayo fue un puto caos.
Ahora que estamos seguros y abrigados en nuestras casas, revisamos las redes sociales y compartimos memes de nuestra catástrofe urbana; ahora quizá les dediquemos un par de minutos a aquellos que se quedaron sin casa, como los que viven en Ñeembucú o los que viven en estos momentos debajo de un hule negro en alguna vereda de un barrio asunceno.
Los que están bajo agua ahorita mismo, les puedo asegurar que no habrán tenido mucho tiempo de revisar redes sociales ni compartir memes contra las autoridades, porque estaban tratando de salvar su ropero, su tele, sus gallinas y a su perrito.
Ahora ya podemos salir a buscar culpables, aunque la catarsis dure solo un rato, y dentro de un año y medio votemos a otro inútil que no va a resolver absolutamente nada. Y así, el próximo diluvio nos volverá a encontrar en una oscura esquina asuncena, esperando un bus del transporte público subvencionado que nunca llega, mientras acechan en las sombras los que necesitan nuestro celular para comprarse unas piedritas de crac.
Desastre ko Marito. Ahora les cuento cómo lo viví yo.
La tormenta trajo –cuándo no– un apagón (que solo es noticia si sucede en Venezuela), y el centro de Asunción parecía un escenario posapocalíptico, o al menos como lo muestran las películas.
La oscuridad era interrumpida solo por las luces de los faros de los autos que pasaban salpicándonos a los peatones, ese deporte de gente mala. Había pocos ómnibus, la tribu congregada en la parada crecía como nuestro miedo y los “idolatrados” Lince jamás aparecieron.
La gente se quejaba bajito, enviaba mensajes de voz a la familia, miraba a cada rato la hora. Un señor que esperaba la Línea 6 rompió el hielo entre tanto desconocido con un “Desastre ko Marito”, y la gente se rió un poco.
Para hacerles el cuento corto, al final me subí a un ómnibus, conseguí un asiento, saqué mi libro y me sumí en una apasionante historia de crímenes. El bus avanzó muuuuuuuy lentamente y tardó una eternidad en alcanzar la avenida Mariscal López, y ahí nos aguardaba otro de los epicentros del despelote: la calle General Santos, un cuello de botella donde se había improvisado un todos contra todos, donde solo avanzaba el que tenía la camioneta más grande.
En medio de esa peregrinación vi algo terrorífico: todos los autos, grandes, medianos y chicos, todos, llevaban una sola persona; ocupando un valioso espacio en la calle, contaminando a lo grande para transportar a un solo pasajero.
Ahí me di cuenta de que somos víctimas y culpables al mismo tiempo. Porque cuánta gente comparte un viaje en su precioso auto con el vecino, o con el compañero de trabajo. Cuánta gente ha exigido de verdad, a cualquier gobierno central o municipal, que provea un buen sistema de transporte público para no tener que llenar las calles de autos, y ha presionado para que construyan desagües cloacales y pluviales.
Nadie exige nada a nadie y los seguimos votando para que no resuelvan nada.
Porque, quién sino nosotros ha elegido a todos los presidentes y todos los intendentes, desde hace cien años por lo menos… Esos ladrones de nuestras esperanzas y de nuestros impuestos. Inútiles que no son capaces de planificar ciudades, ni evitar la deforestación o la invasión de la soja y mitigar los efectos del cambio climático.
Es fácil dictar cátedra de urbanismo en el Twitter o hacer chistes proponiendo a Mario Ferreiro como Judas Kái (no digo que no lo merezca). Solo digo que no sirve absolutamente de nada, igual que esta diatriba, la crónica de aquel día en que se desató un fin del mundo.