En todo tiempo hemos de fijarnos en Nuestra Señora, que vivió toda su existencia movida por la fe, pero especialmente en este tiempo de Adviento que es tiempo de espera, de esperanza segura, antes de que naciera el Mesías de su seno virginal. Bienaventurada tú que has creído, le dice su prima Santa Isabel.
Confianza y serenidad de la Virgen ante el descubrimiento mismo de su vocación. ¡Ella es la Madre de Dios! Es aquella criatura de quien venían hablando los Libros Sagrados desde los mismos comienzos del Génesis, la que aplastaría la cabeza del enemigo de Dios y de los hombres, la anunciada tantas veces por los Profetas. Yahvé ha mirado la humildad, la sencillez, de su esclava.
Serenidad confiada de la Virgen en el silencio que ha de mantener ante San José. María quería a José y le ve sufrir. Ella confía en Dios. Es posible que al seguir la propia vocación, o al actuar cumpliendo la voluntad de Dios, temamos hacer sufrir a las personas queridas. ¡Él sabe arreglar bien las cosas! ¡Dios sabe más!, ve más lejos. El cumplimiento de la voluntad de Dios, que siempre exige fe, es el mayor bien para nosotros y para quienes habitualmente tratamos.