Esta semana, el juez Álvaro Meynet, que preside el Tribunal de Río Negro (Argentina), declaró culpable al médico Leandro Rodríguez Lastra, acusado por el delito de incumplimiento de deberes de funcionario público al obstruir un aborto no punible. La mujer fue víctima de violación; un hecho deleznable y doloroso.
Lo llamativo es que debido al “delito” cometido por el ginecólogo del hospital de Cipoletti, se salvaron la vida de la madre –que corría peligro– y la de su hijo de 23 semanas de gestación. Es decir, fue procesado y condenado por cumplir con su responsabilidad básica y directa: salvar vidas. El especialista fue denunciado por la ex diputada por Río Negro Marta Milesi, defensora e impulsora del protocolo de aborto.
En mayo del 2017, una joven de 19 años ingresó al hospital con fuertes dolores y un proceso infeccioso producto de la ingesta de misoprostol, fármaco administrado por una agrupación abortista a la que acudió. En ese momento, su criatura pesaba más de 500 gramos, por lo que Rodríguez determinó, en conjunto con el equipo de médicos del hospital, proseguir con el embarazo y no realizar el aborto. La madre quedó internada y cuando el bebé cumplió 35 semanas de gestación se indujo el parto y se procedió a entregarlo en adopción.
La Fiscalía expresó que Rodríguez Lastra “ejerció violencia obstétrica y machista”, ya que no respetó el deseo de la mujer de eliminar al hijo en su vientre. Y uno se pregunta: ¿Qué puede ser más violento que el aborto de un pequeño con este grado de desarrollo? Según explicó el médico, debían en primer lugar proceder a matarlo inyectando agua salina en el útero; luego provocar la dilatación y con un instrumento parecido a una cuchara ir extrayendo pedazos del cuerpo. Horroroso.
Hablamos de un caso extremo y complejo, con muchos grises. Sin embargo, algo no está bien en nuestra sociedad cuando alguien es castigado por salvar a un ser humano indefenso o dos, en este caso. Algo está fallando en nuestra mentalidad cuando la opción de matar está asumida como normal y hasta financiada por el Estado con dinero de todos. Y en este caso particular, no todo está bien cuando una determinación así se define desde un punto de vista estrictamente jurídico, desmeritando criterios profesionales médicos, desatendiendo factores condicionantes del contexto y, sobre todo, despreciando principios éticos y humanistas que necesariamente deben formar parte del universo de variables de un juez. Si realmente interesa la justicia y la verdad, la intención debe ser ampliar lo más posible la mirada y el abanico de factores intervinientes, dejando de lado los legalismos simplistas.
¿No es importante que la madre esté con vida? ¿Por qué no tiene valor que un niño de dos años esté con una familia y no muerto? Incluso el hecho de que la denunciante no sea la madre sino una ex legisladora con intereses relacionados al aborto, debería llamar la atención del juzgado, y evitar seguir el juego a lo que podría ser una simple campaña de amenaza a los gremios de médicos que abrazan la objeción de conciencia y rechazan la destrucción de niños en el vientre materno.
Y aquí también hay cuestiones humanas importantes, como bien lo expresaba un amigo con sus cuestionamientos: ¿Cómo le explicamos a ese niño –que ahora tiene 2 años– que condenaron al médico por haberle salvado la vida? O ¿cómo justificamos ante los padres adoptivos que el médico fue hallado culpable por no matar a su hijo?
Una sociedad que huye de estas preguntas camina inevitablemente hacia su autodestrucción. Una solución justa no tiene que pasar necesariamente por un crimen traumático. Buscar caminos alternativos respetuosos a la dignidad de la persona, aunque quizás más difíciles, es una obligación moral y racional de nuestro tiempo. Más allá de las posturas, urge tener claro que la muerte provocada de un ser humano nunca será un bien para la humanidad, y, por ende, una salida por la cual debamos sentirnos orgullosos.