29 may. 2024

#QuedateEnTuCasa con hambre

Andrés Colmán Gutiérrez – @andrescolman

Ella estaba allí, deambulando solitaria por la plaza desierta frente a la Basílica de Caacupé cerrada y silenciosa. Arrastraba dos bolsas de náilon cargadas de latitas vacías de cerveza y gaseosa que había logrado juntar tras recorrer toda la mañana por la ciudad desolada, las que luego iba a ofertar a un reciclador mayorista, a cambio de unos escasos billetes para comprar alimentos.

Ella lleva casi un mes desde que se le canceló súbitamente el oficio cotidiano que ejercía desde hace 24 años: vender velas de color azul a los miles de creyentes que llegaban hasta el Santuario de la Virgencita Serrana, pero ahora ya nadie viene, no hay velas que vender, no hay dinero para comprar comida.

Ña Norma tiene 55 años, vive sola con cuatro nietos que han quedado a su cargo. Ella tiene miedo de salir a la calle ante el temor de contagiarse con el coronavirus, pero tiene mucho más temor de que si no sale a rebuscarse para el sustento, sus nietos mueran de hambre.

Ella nos contó su historia con ojos humedecidos por encima del tapabocas que le regalamos para protegerse, en medio del inusual paisaje casi apocalíptico de la Basílica abandonada en la ciudad de Caacupé, en vísperas del último Domingo de Ramos. Es la historia de muchos hombres y mujeres compatriotas, pobres de pobreza casi extrema, que despertaron una mañana en un mundo que les cierra sus puertas y les expulsa de sus lugares de informal sobrevivencia laboral, porque un virus mortífero extiende sus alas negras.

#QuedateEnTuCasa #EpytaNdeRógape. Los mensajes repiquetean como una orden imperativa.

Es fácil decirlo cuando uno tiene una casa mínimamente cómoda en donde refugiarse, una heladera relativamente cargada, algo de dinero en la billetera, un auto en qué movilizarse hasta la despensa o el supermercado más cercano. ¿Cómo decirle #EpytaNdeRógape a Ña Norma y a tantos que solo tienen como refugio una choza de cartón o madera terciada al borde de una zanja, un ranchito de paja en medio del campo, un lecho de cajas viejas junto a un portal, un duro banco de madera en una plaza? ¿Cómo recriminarles por “la inconsciencia de violar la cuarentena” a quienes siempre han sobrevivido en sus propias cuarentenas de exclusión social, que no duran solo 14 días o un mes, sino a veces toda una vida?

Lo primero que le preguntamos a Ña Norma fue si no se había anotado para recibir ayuda del programa gubernamental Ñangareko, creado para asistir a los pobres en esta emergencia. Entonces ella nos contó sus largas vicisitudes para tratar de inscribirse, la imposibilidad de acceder desde un precario teléfono móvil ante páginas colapsadas, la recurrencia a oficinas municipales para buscar ayuda y el drama de encontrarse con largas colas de otros tantos hombres y mujeres también desesperados, a quienes se les daba la misma respuesta: aquí no hay nada, acudan a la Secretaría Nacional de Emergencia.

Esta es la cara más triste y dolorosa de esta crisis. La comprobación palpable de que hemos seguido sosteniendo un país tan injusto y desigual, en donde hay funcionarios estatales, directivos de entidades binacionales que ganan sueldos de más de cien millones de guaraníes, mientras 1.700.000 personas apenas tienen para la canasta básica y otros 340.000 compatriotas viven en extrema pobreza. ¿Cómo pretender que hoy, privados a la fuerza de sus “estrategias de sobrevivencia”, puedan sobrevivir todo un mes con 500.000 guaraníes de una ayuda estatal que ni siquiera les llega?

Este es el modelo de estructura del Estado que ya no debemos tolerar. Hay que movilizarse y transformarlo con urgencia, echando de sus lugares de privilegio a todos los corruptos y bandidos. La crisis del Covid-19 nos permite esta opción que no debemos desaprovechar. Mientras tanto, multipliquemos las ollas populares y las acciones de solidaridad para ayudar a quienes deben quedarse en casa con las ollas vacías.

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