Desde el nombre, la publicación insistía en el supuesto carácter “democrático” del gobierno cívico-militar, autoritario por principios, viciado por la corrupción como cultura, asediado por la comunidad internacional con denuncias de violaciones de los derechos civiles y políticos. Sobre la fantochada ritual de cada cinco años en las urnas, los colorados entonces blandían la espada de la “mayoría” parlamentaria (es decir, electoral) como prueba de su “democracia representativa”, incluidas en ella minorías abúlicas que no actuaban como tales, sino hacían de vergonzantes colaboracionistas.
40 después, el coloradismo vuelve al discurso y la práctica de la mayoría hegemonista, otra vez ayudado por representantes de la minoría, aunque la democracia restringida permita hoy (de mala gana) voces disidentes en el Congreso. Su presidente, Silvio Ovelar, es el teórico y vocero de la supremacía política de la ANR. “El mandato te da el pueblo a través de las urnas y los espacios de poder se ocupan si uno tiene los números”, teorizó días después de que fuera elegido para dirigir el Parlamento. “El poder se ejerce con la mayoría. La democracia funciona de esa manera tanto en Latinoamérica como en algunos (sic) países de Europa”, sintetizó.
Sin embargo, la misma filosofía política liberal que diseñó en el siglo XX las democracias occidentales cuestiona la lógica hegemonista de la mayoría dentro del juego democrático. Por ejemplo, en Esencia y valor de la democracia (1920) Hans Kelsen considera que “todo el procedimiento parlamentario (…) tiende a la consecución de transacciones. En ello estriba el verdadero sentido del principio de mayoría en la democracia genuina y por esto es preferible darle el nombre de ‘principio de mayoría y de minoría’”. La palabra central aquí es, por supuesto, transacción. El diccionario la define como “acción o efecto de transigir”. Es decir, aceptar opiniones contrarias y acordar en base a ello.
Norberto Bobbio, por su parte, en El futuro de la democracia (1984), afirma que, para que esta exista, “basta el consenso de la mayoría; pero, precisamente el consenso de la mayoría implica que exista una minoría que disiente”. Es decir, un régimen en donde quien gane, no gane todo; ni quien pierda, pierda todo. Dicha minoría disidente es la que estuvo ausente en el Parlamento stronista; en el actual, es la que está reducida a la impotencia.
Finalmente, en ¿Qué es la democracia? (1993), Giovanni Sartori dice que, ciertamente, esta suele ser la expresión del “mando de la mayoría”, pero solo si no “se entiende y se pretende (…) que el mayor número gobierne y que el menor número sea gobernado. Pretender eso es pretender una tontería”. Una tontería y, más importante aún, una tiranía. Por ello, “cuando no existe un ejercicio limitado del principio mayoritario, entonces se produce la tiranía (constitucional) de la mayoría. En sustancia, aquí el problema es, son, los derechos de la minoría”, resume.
Parece que Silvio Ovelar es consciente, como politólogo, de los peligros de la tiranía de los números. “Esa mayoría coyuntural también puede ser de doble filo; si se abusa del poder se pueden sufrir las consecuencias en las próximas elecciones”, arguyó. Sin embargo, como político profesional –al mismo nivel que los Bachi Núñez y los Yamil Esgaib– es protagonista primerísimo del ejercicio de esta tiranía. La última muestra es el juramento inconstitucional que le tomó a Alicia Pucheta como miembro (cartista) del Consejo de la Magistratura, ante los gritos de “¡Violación! ¡Violación!” por parte de la minoría impotente.
Para el cartismo, el número mayoritario habilita golpes parlamentarios, violentas enmiendas constitucionales y cupos corporativos en otros poderes del Estado. Es decir, el país como feudo de un puñado de crápulas y hampones.