El ”señor senador”, como le gusta que lo llamen, amenazó con destituir a una funcionaria indígena del Senado tras acusarla de propiciar un posicionamiento de varias comunidades en su contra. Como titular de la Comisión de Pueblos Indígenas opinó con ignorancia supina cuando se le consultó sobre la protesta de una etnia que lleva varias semanas en la intemperie sin respuesta del Estado, señalando que les gusta vivir en la calle “porque forma parte de su cultura, está en su ADN”. Ante la frívola opinión, los líderes indígenas de Bajo Chaco emitieron un comunicado cuestionando su ignorancia en el tema, lo que provocó su iracunda reacción. Pero su prepotencia le jugó una mala pasada. Se vio obligado a pedir disculpas luego de renunciar al cargo de titular de la instancia legislativa y hasta los miembros de la bancada de Honor Colorado salieron a cuestionarlo, además del sindicato de funcionarios. Basilio Núñez, líder del bloque, anunció una tibia amonestación.
Chaqueñito es apenas la punta del iceberg de la degradación de la representación política en tres décadas de democracia. Es su lado más grotesco. Junto a él, otros senadores de su misma ex bancada ofrecen espectáculos extravagantes que son tolerados por sus nuevos protectores, fruto del trueque político: a cambio de la lealtad de sus votos, la bancada oficialista utiliza los fondos públicos para calmar sus apetitos de riqueza rápida y avidez de poder.
Ahora deben salir a apagar incendios con el bochorno de un senador que no tiene idea mínima de su rol, expresada con soberbia y prepotente ignorancia.
Cada periodo parlamentario tiene su bufón de turno. En el anterior fue el diputado liberal Carlos Portillo, quien hacía gala de desafortunadas intervenciones generando burlas dentro y fuera del recinto parlamentario. Terminó siendo un meme y luego expulsado por tráfico de influencias.
MEMES PELIGROSOS. La actitud de Chaqueñito y otros como él que desconocen el delicado rol que les toca realizar alimenta las redes sociales y sus escándalos o desvaríos se convierten en trending topic. “Yo soy influencer”, dice el senador con orgullo, midiendo su trabajo político por la repetición de sus videos o los me gusta de sus seguidores.
El internet ha cambiado el mundo, y especialmente la forma de hacer política. Esta herramienta ha generado una nueva especie, la de los “influencers”, que en cierta forma se han impuesto a aquellos líderes políticos que, antes que hacer videítos, se preocupan por la transformación de la realidad y hacen carrera en diversas áreas de la sociedad en pos de mejorar la calidad de vida de la gente.
Los partidos políticos no tienen respuesta ante estas situaciones nuevas. Su decadencia, mediocridad y falta de credibilidad los lleva a apelar a figuras mediáticas para ganar elecciones, pero que finalmente terminan siendo grandes fracasos en la gestión política. La democracia ha caído en un vacío insustancial, cada vez más alejado de la necesaria intelectualidad (que no significa academia necesariamente, sino manejo de los temas) que permite los grandes debates y controversias para contrastar la realidad y así proponer las mejores soluciones a los cada vez más acuciantes y complejos problemas económicos y sociales.
Sin embargo, el panorama no es alentador. Observando las tres décadas de la democracia, es notoria la decadencia en los tres poderes del Estado ante una sociedad cada vez más débil e inerme ante el avance autoritario, con signos de ignorancia soberbia y prepotente.
No se trata aquí de cuestionar los orígenes del senador en cuestión o su falta de formación, sino de su desatino absoluto apenas logró asumir la banca. No es el primer político ni será el último que traiciona a su clase social apenas logra una pequeña porción de poder, sino de un necesario debate sobre las propuestas políticas y a quiénes se vota para la representación ante el Parlamento. Qué motiva a la gente a optar por este tipo de candidaturas.
Los Chaqueñitos no son un accidente sino frutos de un proceso social y cultural cada vez más decadente, que posiciona a este tipo de personajes. Él podía hacer la diferencia, aportar a nuevas formas de hacer política justamente porque proviene de la pobreza, pero decidió sumarse a sus verdugos, a quienes utilizan el Estado como su caja personal decidiendo quién trabaja y quién no en la función pública. Quién sale y quién permanece en la miseria. Él, víctima del modelo de la política prebendaria, corrupta y clientelar, se convirtió en uno de ellos.
Además de la repulsa generalizada por esta deleznable actitud, el episodio debe servir para agitar el debate sobre la necesidad de rescatar la política del individualismo extremo y reiniciar el camino de la construcción colectiva, esa que obliga al Estado como institución a resolver los problemas y cambiar la vida de la gente, más allá de la ilusión engañosa de las redes sociales.