La gran mayoría de los paraguayos trabaja, se esfuerza para salir adelante junto con su familia en medio de la adversidad que impone un aparato estatal utilizado por un sector de la sociedad que persigue intereses particulares a costa del bien común.
Cada vez que vemos a la familia y los amigos de un enfermo organizar una pollada o tallarinada para financiar los gastos de un tratamiento, un techo de escuela que se cae, una ruta que se descompone a los pocos años de inaugurarse, una sentencia irregular del Poder Judicial o una ley que privilegia un sector en detrimento de otro hay detrás conductas corruptas.
El acceso de gerentes o propietarios de empresas a las instituciones públicas de la misma rama o sector económico o la salida de los funcionarios públicos para ocupar cargos en empresas privadas que antes se encontraban bajo su regulación también es corrupción, pero en Paraguay no está normado por lo que pasa desapercibido como conducta que debe ser penalizada.
La corrupción desvía recursos necesarios para el bienestar de las personas y el desarrollo del país, profundiza las desigualdades económicas, sociales y políticas y corroe la legitimidad del Estado.
La encuesta de percepción de corrupción elaborada por Transparencia Internacional nos ubicó en el lugar 137 de 180 países. En la región solo Guatemala, Honduras, Nicaragua. Haití y Venezuela se encuentran peor que Paraguay.
El problema de la corrupción no es solo estar en este indicador como uno de los peores países. La consecuencia más importante es que no podemos ir hacia adelante, lo que nos pone en la mayoría de los indicadores sociales, políticos y económicos relacionados con el desarrollo en los últimos lugares.
Solo basta tomar como ejemplo cuatro de ellos: El de Desarrollo Humano, el de prosperidad, el de Progreso Social o el de Competitividad Global. En todos estamos rezagados. Los mismos países que están peor que nosotros en el índice anterior son también los peor posicionados en los índices de desarrollo.
Si bien una parte importante del problema son los bajos niveles de inversión pública en todas las áreas del desarrollo, otra parte importante se debe a la ineficacia del sector público debido a los sobrecostos o a la mala calidad de la inversión, a las decisiones públicas dirigidas a privilegiar a pequeños grupos enquistados en el poder político y económico o directamente al robo de las arcas del Estado.
Si la gestión pública tuviera como único y principal objetivo el bien común, probablemente otra sería nuestra situación. La ciudadanía tiene que asumir esta situación y emplear todos los recursos disponibles constitucional y legalmente establecidos para imponer su voluntad y exigir el cese de la corrupción.
La corrupción es un flagelo que afecta a todos y en todos los ámbitos en el Paraguay. El pago de una coima y los chantajes, la compra de votos, el tráfico de influencias y la colusión para conseguir ventajas en el sector público, así como la planificación tributaria abusiva, el uso de los recursos públicos para favorecer arbitrariamente a algún sector político o económico son las distintas modalidades en que se manifiesta la corrupción a diario e impunemente.
Estas conductas no son comunes a todos los paraguayos, sino solamente a unos pocos, pero que hacen sentir que todo el país es igual.
Los paraguayos y paraguayas nos merecemos otro país porque la inmensa mayoría es honesta, vive de su trabajo y aporta con sus energías y sus impuestos en la construcción de una nación distinta.