19 may. 2025

Francisco Solano López, semana Santa en Roma

En abril de 1854, Paraguay buscaba consolidarse como un Estado soberano y fortalecer sus vínculos con el mundo. Una delegación diplomática encabezada por Francisco Solano López emprendió un ambicioso viaje por Europa. Este periplo, realizado entre 1853 y 1854, tuvo quizás el momento más memorable, la llegada a Roma el 8 de abril de 1854, en plena Semana Santa.

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Ángel Piccinini
Investigador

Esta visita diplomática, representaba el intento formal del Paraguay de fortalecer lazos con Roma después de décadas de aislamiento espiritual tras la dictadura del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia (1814–1840), cuyo bajo régimen y aislamiento dejó a la Iglesia en Paraguay desorganizada, desmoralizada y carente de dirección de la autoridad papal. Exigía, además, una adhesión absoluta a la independencia del Paraguay. No fue sino hasta la muerte del dictador, en 1840, que se inició un arduo proceso de restauración institucional. A partir de 1841, con Carlos Antonio López, el clero paraguayo comenzó lentamente a reorganizarse, guiado por figuras como José Vicente de Orué, Marco Antonio Maíz y Basilio López, quienes promovieron una recuperación tanto doctrinal como estructural de la Iglesia local.

Uno de sus objetivos principales fue la presentación del presbítero Juan Gregorio Urbieta como candidato al cargo de obispo auxiliar de la Diócesis de Asunción. El diario de Rómulo José Yegros, joven miembro de la delegación e hijo del prócer Fulgencio Yegros, nos ofrece un relato detallado de los pormenores de esta visita.

La misión diplomática del Paraguay arribó a Italia proveniente de la ciudad de Turín, capital del Reino de Cerdeña. Los delegados desembarcaron en el puerto de Civitavecchia, sobre la costa del mar Tirreno.

Desde este puerto, la comitiva emprendió el viaje hacia Roma, capital del mundo católico, realizando múltiples relevos de caballos en distintas postas del camino. Finalmente, hacia las cinco y media de la tarde del sábado 8 de abril, divisaron la majestuosa cúpula de la Basílica de San Pedro. Ingresaron por el portón principal de la ciudad y se alojaron en el Palacio del Duque Francisco Cayetano, situado en las cercanías de la plaza vaticana.

Apenas instalados en el Palacio del Duque Francisco Cayetano, distante de la Iglesia de San Pedro como media legua, comenzaron a asistir a las celebraciones propias de la Semana Santa.

El Domingo de Ramos, “amaneció hermoso”, y a las diez y media “salió el Señor General con el Capitán Aguiar en un coche, para la Iglesia de San Pedro”, mientras “todos los demás fueron a oír misa en otras varias iglesias”. Más tarde, se supo que en San Pedro “el Papa (Pío IX) pontificó la misa”.

El Jueves Santo, el teniente Yegros y el doctor Gelly fueron “a la Catedral de San Pedro. Entraron en este hermoso templo y vieron que cada uno de sus costados tenía 10 colaterales, sus pilares del interior eran de piedra mármol muy preciosa, y el piso estaba enladrillado de la misma piedra, pero de diferentes colores”. Desde el costado izquierdo, se veía “una capilla que llaman Sixtina, edificada por el Papa Sixto V”, de donde “salió el papa Pío IX a pontificar la misa”, y después, a realizar “las ceremonias de la cena que última vez hizo Nuestro Señor Jesucristo con sus apóstoles, y de allí pasó a las del lavatorio de los pies”.

En otra oportunidad, visitaron una iglesia “toda redonda, sus columnas desde la mitad entre la pared, y todas de mármol. Además del altar mayor, contiene a su rededor 14 colaterales, su puerta mayor, o única, de bronce”, y por la media naranja del templo “entra la luz del día”.

El Viernes Santo, “fueron Yegros y Alén a la Iglesia de Jesús”. Durante el sermón “de la agonía del Señor”, “el Teniente Yegros, se puso a leer los oficios de la Semana Santa”, pues “no entendían su lenguaje”. Por la tarde, el General y otros asistieron “al Miserere en la Iglesia de San Ignacio, donde existen puros jesuitas”.

El Sábado Santo, Yegros se confesó en la Iglesia de Jesús “con un sacerdote viejo que hablaba el español”, y recibió la comunión en la cercana Iglesia de San Marcos.

El general, por su parte, asistió a misa en la Iglesia de San Juan, donde “un Cardenal pontificó la misa, ordenó a varios sacerdotes y bautizó a dos judíos que se habían convertido”.

El Domingo de Pascua, considerado como “día de la mayor celebridad en Roma”, asistieron a la “función tan grande por sí misma y tan bien solemnizada”, en la Catedral de San Pedro. Allí, Su Santidad “echó la bendición por tres veces”, y luego “leyó uno de los cardenales un papel que, acabado, tomó Su Santidad y lo echó entre el inmenso gentío”. También visitaron la “antigua Iglesia de San Clemente, Papa y Mártir, edificada en el siglo XIII”, el “antiguo circo, todo destruido, donde los cristianos entraban a reñir con los animales feroces”, y la Santa Escala, que subieron “andando de rodillas, hasta el pie de una cruz del Señor crucificado”. Allí, conocieron a un sacerdote llamado “Ferdinando de San Rafael”, quien “les mostró todos los cuartos del Oratorio” y les dio “un cuadro del beato Paulo de la Cruz”.

La jornada culminó con la visita a la “Iglesia de San Juan Laterano, hermoso edificio de 3 payes”, cuyas columnas “eran todas de mármol”. Al lado izquierdo del altar mayor, vieron “una mesa, la cuál había sido en la que Nuestro Señor Jesucristo dio la última cena”, protegida por un vidrio.

En la noche del Domingo de Pascua, “salieron en dos coches, con el Señor General, a ver la iluminación de la Iglesia de San Pedro”. La cúpula contenía “mil cuatrocientos lampiones sobre la fachada exterior del templo”, y luego “se encienden setecientos y noventa y un más”.

En total, “la iluminación quedaba compuesta de cinco mil novecientos y noventa y un lampiones”.

Al día siguiente, el Lunes de Pascua, presenciaron los fuegos artificiales en el Castillo de Sant’Angelo, o como lo describe el texto: “magnífico estuvo el incendio del castillo”, donde “se vieron fuegos de diferentes colores... cohetes que al elevarse eran uno, y al estallar eran muchos... quedó formando una estrella de fuego”.

Por último, el teniente Yegros volvió en varias ocasiones a San Pedro, a llevar y recoger rosarios y estampas para ser bendecidos por el Papa. También recorrieron otras iglesias menores y calles empedradas, sintiendo siempre el contraste entre la fastuosidad religiosa y el fervor popular. Roma, según el relato, se presentaba como un lugar donde “todo... contribuía a excitarnos al reconocimiento de la tan grande obra de nuestra liberación”.

Sin embargo, el esperado encuentro con el papa Pío IX no pudo concretarse debido a que el pontífice se encontraba enfermo.

En su lugar, la delegación mantuvo contacto con el cardenal Giacomo Antonelli, secretario de Estado del Vaticano, quien actuó como interlocutor en las gestiones.

Después de su intensa estadía en Roma, llena de ceremonias religiosas, visitas diplomáticas y peregrinaciones, los viajeros partieron el 28 de abril rumbo a Civitavecchia, desde donde proseguirían su misión.

El resultado de estas gestiones se vería finalmente reflejado en el consistorio del 15 de diciembre de 1856, cuando el Papa preconizaba al padre Urbieta como obispo in partibus infidelium.

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