Un día de noviembre de 2017, anoté en una hoja de mi ordenador:
“Cerca de la medianoche, caminaba en el centro de Luque en busca de un taxi, cuando vi que en el predio de la seccional colorada de la ciudad se erguía el nuevo Centro Cívico Senador Óscar González Daher. Es un enorme tinglado, inaugurado el año pasado. El nombre y los apellidos están escritos en grandes letras plateadas. Brillan, lustrosas e ilustres, en la noche”. Pensé: Solamente alguien —un turista del presente o del futuro, un extraterrestre— que ignore quién es este señor será capaz de asociarlo con lo cívico. A no ser, pienso ahora, que se entienda lo cívico por su etimología. Quien porta esos apellidos es dueño de la ciudad, en el sentido más estrictamente inmobiliario”.
En agosto del año siguiente, la atolondrada denominación fue eliminada a raíz de los consabidos audios. En setiembre, OGD fue imputado por un Ministerio Público que, en lo sucesivo, actuaría con kafkiana inoperancia hasta la condena, hace una semana, a siete años de prisión.
Este hombre no fue condenado por lo que le hizo a la gente, sino por lo que le hizo al sistema: declaración falsa y enriquecimiento ilícito; pero nada de lavado de dinero, esa falta grave contra el Estado, es decir, contra la entelequia que somos los más frente a una minoría espuria que practica este delito.
Al Ministerio Público, orquestado hace casi veinte años por Óscar Germán Latorre, ahora heredado por su alumna más aventajada en “operaciones” de guerra sucia interna, Sandra Quiñónez; a la Corte Suprema de Justicia, diseñada políticamente a la medida de los pedidos de Horacio Cartes, como por lo demás lo están los restantes poderes; a la sociedad civil, finalmente, emanada de dicho Estado, es decir, a sus instituciones dirigentes, económicas, políticas y culturales, a esa casta no le interesan las víctimas reales: solo el maquillaje del propio sistema.
Ahora representantes políticos de un sector de esa sociedad civil quieren borrar en el Parlamento, asustados teatralmente, las huellas imborrables de OGD. Se aprestan a impedirlo los folclóricos corporativos de siempre. Tantos los unos como los otros, como cuerpo, comparten la mancha daherista: todos alguna vez pactaron gobernabilidad con el cordero degollado del cual se asustan, con su rebaño o con sus pastores.
Una parte de aquellas notas de 2017 evocaban a un OGD sudoroso y nervioso el día en que perdió las elecciones como candidato a intendente de Luque, en 1996, contra el médico César Meza Bría, a quien el fosilizado Partido Liberal fue a buscar de vuelta, un cuarto de siglo después de su primer sitial en la Municipalidad, para que enfrente a la maquinaria de la familia González Daher y de su adlátere, Carlos Echeverría. Dicha parte se publicó bajo el título de “Inolvidable y caluroso noviembre”, el 20 de aquel mes y aquel año.
Esta otra anotación narrada, del mismo día, no se publicó:
“Cuando le conté la anécdota a un veterano periodista, sonrió:
—Una vez en su vida, que yo sepa, le jodieron a González Daher.
Me contó que hace más de una década el político luqueño y el indecible Blas N. Riquelme hablaron de no sé qué ciertas alambradas destruidas que separaban sus respectivas tierras, la una al lado de la otra, en vaya uno a saber qué lugar del país.
—Esta gente tiene tierras que colindan y a veces ni saben —dijo.
Daher dejó en manos de Blas N. la construcción de nuevos cercos.
—Después pasame lo que me toca.
Con complicidad, con cierto estupor miré al colega.
—¿Hizo lo que estoy pensando?
—Hizo exactamente lo que estás pensando.
Estallé de risa: kilómetros de tierra pasaron a un lado de la alambrada, el de Blas N. Ignoro si la historia es apócrifa, pero es didáctica.
—Siguieron siendo muy amigos, a pesar de la “expropiación” —concluyó el veterano periodista, alejado ya de las redacciones—. Ellos son así: ratas entre ellos mismos.