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El fin de semana pasado pude ver la muy recomendable película Una bella mañana (Un beau matin), escrita y dirigida por Mia Hansen-Love. Una escena me conectó con dos eventos ocurridos días antes, casualidad que me llevó irrefrenablemente a escribir estas líneas. Resulta que la protagonista, Sandra (Lea Seydoux) debe decidir con su hermana y su madre qué hacer con la biblioteca del padre, catedrático de filosofía que ya no puede valerse por sí mismo a causa de una enfermedad neuronal degenerativa. Al final, deciden donarlo a los estudiantes de su padre (no sin antes Sandra tomar algunos que le interesaba conservar). Cuando están ordenando los libros en la casa de una de las estudiantes (hay primeros planos de los lomos que nos permiten ver obras de Hegel, Kant, Kierkegaard y especialmente Thomas Mann) Sandra comenta a su hijita que prefiere mucho más estar con esos libros antes que con su padre internado en el hospital; la niña no entiende cómo puede preferir eso y ella le explica que esa persona que está en el hospital ya no es su padre (porque ya no reconoce a nadie), sin embargo entre sus libros ella puede sentirlo en toda su magnitud porque ahí está su espíritu, sus gustos, esos libros cuentan mucho sobre la personalidad de aquel hombre que los eligió. Esta escena no pudo menos que impactarme porque días antes las bibliotecas de dos amigos fallecidos me tocaron íntimamente con sus destinos disímiles.
El 5 de diciembre, la Biblioteca Nacional realizó un acto público para homenajear al escritor Augusto Casola, ya que su biblioteca fue donada al acervo de la institución. La gestión estuvo a cargo de la profesora Stella Maris Scolari, viuda del escritor. Ella me pidió que diga unas palabras sobre la figura de Casola, ya que tuve la fortuna de leer algunas de sus obras y, especialmente, merecer su amistad. Todos, como es obvio, congratulamos a la viuda por su gesto y felicitamos a la Biblioteca Nacional por acrecentar su patrimonio con tan valiosa colección. Entre todos coincidimos que mejor destino no podría tener una biblioteca personal; seguir vigente y abierta a otros lectores que quieran abrevar de ella. Cuando hablé para los presentes y recordé anécdotas pasadas con el autor, no podía evitar recordar en mi fuero interno lo que días antes había protagonizado con la biblioteca de otro amigo.
Efectivamente, en esa semana me avisaron unos colegas que en una conocida librería de saldos se estaban vendiendo libros que pertenecieron a un amigo filósofo fallecido un par de meses atrás. Como era de esperarse, acudimos y cada uno aprovechó la oportunidad para comprar libros que posiblemente nunca los encontraría en las librerías convencionales; esa es una de las ventajas de comprar libros de segunda mano. Cuando revisaba los muchos volúmenes de filosofía, literatura, pensamiento e historia paraguaya, teología y varios otros géneros, recordaba vivamente a mi amigo. Yo conocí esa biblioteca porque lo visité en varias ocasiones desde que fuimos compañeros en la facultad, sabía de su entusiasmo y de sus proyectos intelectuales y sociales. Esa biblioteca era muy especial porque a diferencia de la mayoría él desarrolló un proyecto mediante el cual quien quisiera podía asociarse y acceder a los libros como si fuera una biblioteca pública. Así nació la BAL (Biblioteca Analítica Luqueña) Libro Club, que seguramente permitió el estudio y deleite intelectual de más de un socio luqueño. Los libros todavía tienen la ficha de préstamo adosada. Acceder a esos títulos fue un lujo porque su dueño tuvo una formación humanística amplia: se llamó Osvaldo Gómez Lezcano, u Osvaldo Gómez Lez como le gustaba firmar. Filósofo y psicoanalista, Osvaldo prefirió la escritura de libros y artículos y no tanto la cátedra universitaria. En sus últimos años fue un activo militante por los derechos ciudadanos. Resultado de esa preocupación cívica lo llevó a crear la BAL. Una cruel enfermedad se lo llevó antes de cumplir los 60 años.
Y ahí estaba yo, comprando libros que pertenecieron a mi amigo. La pregunta era obligatoria: ¿Quiso él que aquel fuera el destino de sus libros? Me consolaba pensando que sus muchos amigos llevábamos parte de él con nosotros. El seguirá presente con nosotros por medio de sus libros dispersos en nuestras respectivas bibliotecas. Sí, ese también es un buen fin; multiplicarse y seguir viviendo en los demás.
Todo aquello recordaba calladamente en la Biblioteca Nacional cuando festejamos la vida y obra de don Augusto Casola, (autor que, por cierto, me regaló muchos libros que atesoro en mi biblioteca). Una hermosa biblioteca donada para que otros la disfruten y otra destinada a la diáspora, repartida en los estantes de amigos y extraños, pero siempre cumpliendo la función que todo lector espera. Por eso las palabras de Sandra me interpelaron, al estar cerca de los libros de su padre estaba también cerca de él. Augusto y Osvaldo, mis amigos, estarán conmigo siempre, en mi biblioteca y en el recuerdo de los buenos momentos que solo la amistad mediada por los libros puede lograr.