Paraguay arrastra históricamente una estructura fiscal regresiva y una baja recaudación tributaria –solo el 11,5% del PIB en 2024–, lo que limita severamente la capacidad del Estado para financiar políticas públicas. Este escenario se agrava por un modelo económico primario-exportador, dependiente de commodities como la soja y la carne, que concentra la riqueza y genera puestos de trabajo precarios. En este contexto, el endeudamiento se presenta como una vía rápida –aunque costosa– para obtener liquidez, que en esta última década poco ha contribuido a solucionar las debilidades estructurales de nuestra economía.
Entre 2011 y 2024, la deuda pública de Paraguay se multiplicó por 6, pasando de USD 2.700 millones a USD 18.000 millones. Este aumento no respondió únicamente a emergencias como la pandemia de Covid-19 que en 2020 impulsó un importante incremento, sino a una política deliberada de financiamiento mediante emisión de bonos soberanos y créditos externos.
Desde la primera emisión de bonos en el mercado internacional, el Estado apostó por una estrategia de endeudamiento que priorizó la disponibilidad inmediata de recursos sobre su costo futuro, con un importante grado de opacidad, ya que el destino de esos fondos se conoce menos que en el caso de los préstamos contraídos con instituciones financieras multilaterales.
Un dato crucial es la composición de la deuda: El 87% es externa y el 84% está denominada en dólares. Esto expone al país a la volatilidad cambiaria y lo obliga a generar divisas –vía exportaciones– para honrar sus compromisos. Además, más de la mitad de la deuda (51,4%) corresponde a bonos, instrumentos con tasas de interés más altas que los créditos multilaterales.
El aumento del servicio de la deuda mucho más alto que el de las recaudaciones tributarias y las exportaciones presionan tanto a la política fiscal como monetaria.
Pero el problema no es solo el monto, sino su destino: Una parte significativa de los nuevos endeudamientos, especialmente los bonos soberanos, se utiliza para pagar deudas anteriores.
La consecuencia más grave de este ciclo de deuda es la imposibilidad de aumentar el gasto social, indispensable para el pago de la deuda en el mediano y largo plazo. Estamos entrando de esta manera a un círculo vicioso en que el Fisco necesita dólares para el pago de la deuda, profundizando un modelo económico agotado que no genera empleos de calidad ni recaudaciones tributarias para el pago de la deuda.
Las restricciones fiscales impiden acumular capital humano –educación, salud, protección social– en la población, necesario para el pago de la deuda a mediano y largo plazo, ya que la población deberá trabajar, ganar ingresos y pagar con sus impuestos los costos de la deuda.
No hay desarrollo si la deuda no contribuye a mejores condiciones para el repago. La consecuencias de la austeridad fiscal derivada de la necesidad de pagar termina recayendo en la población que no recibe los beneficios, por lo que además de ser costosa se convierte en injusta e inequitativa.
La deuda pública debe ser un instrumento para el desarrollo, en vez de obstáculo para las inversiones y para mejorar la calidad de vida de la población.