Empecemos aclarando algo: Soy comunicadora de profesión. Mi trabajo gira en torno a elaborar mensajes para diferentes formatos, todo el tiempo. Mi proceso creativo pasa por varias consultas: ¿Por qué es importante que esto se diga? ¿Cómo estructuro el contenido? ¿Cómo digo más con menos? ¿Este verbo es mejor que aquel? ¿La audiencia entenderá esto? ¿Qué despertará una emoción, y por ende una posible acción? En síntesis, soy una convencida de que nuestras palabras bien articuladas tienen el poder de mover a las personas.
Ya lo escribió Santiago casi dos mil años atrás, con una vigencia escalofriante: “Un pequeño timón hace que un enorme barco gire adonde desee el capitán, por fuertes que sean los vientos. De la misma manera, la lengua es algo pequeño que pronuncia grandes discursos” (Santiago 3:4-5, NTV). Algunos hasta se atreverían a cambiar el inicio por: “Un pequeño tuit”.
Ahora bien, la tarea no es tan sencilla como parece. Recientemente nos regalaron el libro Smart Brevity en un encuentro regional de comunicadores. El inicio ya capturó mi atención. Decía: “Nunca en la historia de la humanidad hemos vomitado más palabras en más lugares con tanta velocidad”. Estamos inundados, agobiados y rodeados de mensajes. Es imposible que nuestro cerebro digiera todo. Por ende, su función es descartar lo que no es esencial para nuestra supervivencia.
Entonces, si la comunicación es tan esencial para el liderazgo, ¿cómo logramos que los mensajes tengan lugar en los cerebros sobre estimulados y agotados de las personas con quienes nos queremos conectar? Hay una cualidad fundamental de la comunicación por la que podemos iniciar: Se llama empatía. Es saber que nadie puede soportar otra diapositiva más llena de texto; es comprender que gritar no te hace más influyente sino alguien estridente que no sabe cómo funciona un micrófono; es simplificar ese gráfico complejo que te hace lucir intelectual, pero resulta incomprensible para los demás.
Es ver al otro, realmente verlo, conocer sus necesidades, su dolor y sus sueños, y conectarnos a partir de allí.
Otra dimensión es nuestra integridad, un valor que la ADEC impulsa. Cuando pronunciamos un discurso la audiencia aplica su detector de autenticidad y se pregunta: “¿Cuán confiable y real es esta persona?”. Si palabras y acción condicen las chances de inspirar a alguien son altísimas. Si no, se pone el mensaje en la categoría de RUIDO. Así de contundente.
Un líder que sabe comunicar puede girar un enorme barco y convencer a su equipo de atravesar la aventura juntos, tormenta incluida. Porque sabe cómo llegar a las mentes y corazones. No expresa palabras de relleno, las piensa, las valora, porque sabe que “un pequeño timón…” puede cambiar destinos.