19 abr. 2024

Chebolúo

La expresión repetida y machacona en boca de nuestros jóvenes para referirse al coetáneo conlleva varios códigos de interpretación. De tanto insistir en que los jóvenes son la esperanza del futuro o que el Paraguay es el país más joven del mundo junto al ignoto Sudán del Sur nos hemos ido al otro extremo para concluir que así como están las cosas, esta pueda ser la primera generación de paraguayos que no logre superar a sus padres como no acontecía desde los tiempos del genocidio de 1870. El gran capital de este país por sobre cualquier otro valor, como energía, campos, vacas, bosques, agua... es su gente, pero esta no sirve de nada sin educación y en ese campo estamos muy mal. Los niveles de aprendizaje son bajísimos y a pesar de la crítica no vemos razones para estar optimistas.

El que pegó el primer campanazo sobre el denominado bono demográfico es hoy el viceministro de Educación, o sea, sabe muy bien el tamaño del problema y tiene la obligación de hacer algo para aprovecharlo antes de que sea demasiado tarde. No podrá aducir desconocimiento. Los niños y jóvenes no aprenden casi nada al punto que un niño entrevistado después del reciente desfile patrio afirmó que el actual presidente del país era Carlos Antonio López y no sabía de quién se había independizado el país en una fecha que tampoco reconocía. Nuestros jóvenes no se hallan en nuestros centros educativos y sus padres (si los tienen) han sido completamente desbordados. Algunos no pueden ni con la carga de sostener sus hogares, que la tarea de educarlos han trasladado a las escuelas, parientes o vecinos. Otros se largaron al mundo remesando dinero para una manutención que excede en mucho la simple sobrevivencia cotidiana.

Nuestros jóvenes no tienen futuro y menos, capacidad para entender ese momento. Han perdido la ilusión. Les es irrelevante trabajar o no. Han sido sobrepasados por el pesimismo, la incoherencia de sus mayores y el abandono del Estado en medio de un precariato hostil que impide incluso pensar en construir familia y menos tener hijos. Pregunté a un joven si a sus 38 años ya se había casado y me dijo que estaba de novio desde hace 14 años y no tenían ambos ni ganas ni planes de hacerlo. Una pareja me comentó que quería imitar a sus pares italianos que habían hecho un juicio de desalojo a su hijo de 40 años. Otro arquitecto me contó que su negocio era ampliar casas construyendo piezas al fondo de la casa para el hijo o la hija que habiendo fracasado en el matrimonio había vuelto a la casa o aquel angustiado vecino que teniendo 54 años, a la edad de ser y ejercer de abuelo, había vuelto a ser el padre de sus nietos que volvieron a su casa. Estamos ante un problema social inmenso y no nos damos cuenta. El invierno demográfico está a la vuelta y cuando este grupo etario pase a retiro no sabemos cómo podrá mantener a la generación perdida que estamos deformando.

El futuro no moviliza por razones políticas, económicas ni sociales. No existe un sueño colectivo como el que movilizó en la década de los sesenta del siglo pasado, empujó en los sesenta y ochenta a buscar la libertad en medio de gobiernos opresores e incluso aquella ilusión que surgió hacia finales de los noventa. En este siglo del precariato se renunció al porvenir y eso es muy grave. No estamos jubilando a la gene-ración que gobierna este país, rendimos homenaje a senadores con 30 años, o Torres Kirmser con más de 75 luego de jubilarse de ministro de Corte. El actual decano de Derecho pretendió ser rector de la UNA y ahora quiere ser miembro del Consejo de la Magistratura (!). No se van nunca los viejos y no aparecen tampoco los jóvenes que los empujen. Lo de Ciudad del Este es un signo de esperanza como lo fueron los intendentes de Nueva Colombia y Ñemby hace 4 años, con menos de 30 años de edad, pero la gran mayoría está en el chebolúo pasotista –como dirían los españoles– y renunciando al signo de su franja etaria: el porvenir y el futuro. No es cuestión de buscar culpables, es tiempo de despertar a los jóvenes dormidos. Sin maestros no hay aprendices y sin presente no hay mañana. Es simple, chebolúo.

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