En las regiones ricas del Norte italiano, el coronavirus mata por miles, en el pobre Mezzogiorno del sur es menos letal –pese a que 200 personas han muerto en la región de Nápoles–, pero hace más acuciante la preocupación por la comida diaria.
En el popular barrio histórico de una de las ciudades más pobres de Europa, estar confinado en casa no impide distribuir comida a los que no pueden trabajar y no tienen nada. En Nápoles una gran parte de la población trabaja en negro y carece de ingresos.
A lo largo de los muros pintarrajeados y a menudo decrépitos, hay un extraño baile de cestas de mimbre. Atadas con cuerdas, hacen varios viajes de la calle al balcón, llenándose de alimentos y de platos calientes.
BUEN APETITO. Uno se lleva su almuerzo acompañado de un “buon appetito” lanzado desde un balcón, otro se quema los dedos al quitarle el envoltorio y ponerla sobre el capó de un coche. Otros tratan de comérselo con una mezcla de café/amaro (un licor de plantas) que le ha traído una vecina en un frasco.
Ciro, un veinteañero, “paga” su plato con una canción para la cocinera y ella le aplaude desde el balcón. Luego hace un movimiento circular con el dedo y grita: “¡Voy a poner la mesa! ¿Quién tiene hambre?”.
La idea la tuvo Angelo Picone, el “capitán”, presidente de una asociación de artistas de calle, muy implicado en la vida asociativa napolitana.
Dice que se inspiró de un médico de la ciudad de principios del siglo XX, Giuseppe Moscati, que fue posteriormente beatificado, y quien, según la leyenda, al final de las consultas tendía su sombrero. Los pacientes que tenían dinero pagaban, los que no, se servían. AFP