Es recurrente destacar la debilidad institucional del Estado paraguayo: Instituciones débiles, justicia ineficaz, corrupción enquistada. Desde esta perspectiva, la mirada está puesta en construir instituciones “desde arriba”, desde el diseño institucional mediante reformas legales. Sin embargo, la institucionalidad no se construye solamente desde arriba, con leyes y organismos, sino también desde abajo, con ciudadanos activos y con acuerdos básicos entre quienes gobiernan.
El politólogo Robert Putnam mostró hace ya treinta años que la calidad de las instituciones depende en gran medida del capital social, es decir, de las redes de confianza, cooperación y participación ciudadana. Allí donde la gente se organiza en asociaciones, clubes, cooperativas o movimientos, las instituciones son más fuertes y el Estado funciona mejor. Donde predomina el individualismo o la relación clientelar con el poder, las instituciones son frágiles y fácilmente capturadas. Por esto mismo, las dictaduras buscan destruir o debilitar el capital social a su mínima expresión, un pueblo sin capacidad de organización ni redes solidarias, es más dócil y, por tanto, fácil de gobernar.
En Paraguay, nuestro capital social ha sido históricamente reducido por una cultura autoritaria que es casi una identidad nacional. La actualidad refleja ese transcurrir histórico: Tenemos comunidades solidarias, pero también un peso excesivo de redes cerradas, familiares o clientelares, vinculadas al poder político, que fortalecen la desconfianza y la exclusión y privatizan el Estado para sus intereses. Para transformar esa energía en ciudadanía activa, necesitamos promover lo que Putnam llama capital social “abierto”, capaz de incluir y generar confianza más allá de los círculos inmediatos.
Ahora bien, incluso con capital social fuerte, una democracia no puede sostenerse sin acuerdos mínimos. Como recuerda la filósofa Adela Cortina, la convivencia democrática requiere una ética cívica compartida: Valores y reglas básicas que todos respeten más allá de sus diferencias ideológicas.
En Paraguay, la apertura democrática de fines de los 80 trajo consigo esa mínima expresión de una ética cívica compartida: Libertad de expresión, elecciones y vigencia de los derechos humanos. Estas aspiraciones eran consensuadas entre una mayoría de la dirigencia política, la ciudadanía y hasta la propia Iglesia. El resultado de todo ello es la Constitución de 1992 como hito de la transición.
Estos acuerdos mínimos hoy deberían ser claros –y no lo están– respeto al Estado de derecho, elecciones limpias, desconcentración del poder, compromiso radical contra la corrupción. El rasgo político del actual oficialismo colorado no favorece una expansión democrática, en este lapso, se han agudizado narrativas autoritarias que buscan excluir en lugar de incluir, que pretenden debilitar el espacio cívico y aumentar privilegios y la corrupción de anillos cercanos al poder de turno.
Cuando los acuerdos mínimos fallan, la democracia se convierte en un juego de suma cero donde el que gana busca arrasar al que pierde. Es lo que Guillermo O’Donnell advirtió al hablar de las “zonas marrones” en América Latina: Territorios donde las reglas no llegan y el poder se ejerce de manera arbitraria.
El desafío paraguayo es entonces doble. Necesitamos instituciones más fuertes, pero también un tejido social que las sostenga y acuerdos políticos que las protejan. No habrá institucionalidad sin ciudadanos organizados, ni capital social sin mínimos democráticos que lo encaucen.
El futuro de nuestra democracia dependerá de que podamos construir ese triángulo virtuoso: Institucionalidad, capital social y acuerdos de mínimos. Sin él, seguiremos atrapados en el círculo vicioso de reformas formales que no transforman la realidad.