“Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo”. Lo que Jesús nos pide puede parecer imposible. Pero saber que él nos amó primero nos lleva a querer compartir ese mismo amor con todo el mundo.
Se ha dicho que el discurso de las Bienaventuranzas es como un autorretrato de Jesús. Y de modo particular da a conocer su corazón –el corazón del Hijo que todo lo ha recibido del Padre– cuando enseña cuál debe ser el modo de vivir de los que le siguen.
Si queremos llegar a ser hijos del Altísimo tenemos bien claro el modelo: la misericordia, el perdón, la mansedumbre y al amor incluso a los enemigos. En Jesús, especialmente en su Pasión, resplandece de modo sublime esta actitud: la entrega silenciosa y orante de su vida muestra con hechos su doctrina. También ahora, sentado a la derecha del Padre, derrocha infinita misericordia con los pecadores y está siempre dispuesto al perdón. Es el Hijo del Altísimo.
Pero es muy alta la meta. Parece como un ideal inalcanzable.
Jesús es el Camino, así se define para nosotros. Y su Palabra no solo exhorta, consuela o transmite un mensaje, sino que sobre todo es Gracia. Esta heroica conducta pedida a los discípulos no es un imposible. Ha de ser recibida con fe, meditada en la fe, hecha propia, convencidos de que todas las cosas son posibles para el que cree. Entonces, seremos capaces de seguirle, de imitarle, de tenerle como referencia inmediata en nuestra conducta diaria al relacionarnos con el prójimo, en la vida familiar, en el trabajo, en la vida pública. Y transformaremos verdaderamente este mundo, tan lleno de indiferencia y de enfrentamientos.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/evangelio-feria-v-vigesimotercera-semana-tiempo-ordinario/)