Para centrarnos en lo práctico, en las últimas décadas, los países más serios de América Latina han asumido la tarea de racionalizar la estructura burocrática de sus Estados, con varias medidas concurrentes, una de las cuales es la simplificación de trámites administrativos. Los tres países limítrofes con el nuestro tienen legislaciones al respecto, con diverso grado de avance o retroceso, porque imponer la racionalidad en el gobierno del Estado es un empeño siempre sujeto a los vaivenes políticos.
No obstante, un país que puede servir de ejemplo, y hasta colaborar en el proceso, es Colombia, que en su Constitución de 1991 incorporó lo que se denomina el “principio de buena fe”, según el cual “las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquellos adelanten ante estas” (Art. 83).
Este sencillo principio se opone a lo que rige en Paraguay, como es el que todo lo que pide o gestiona un particular tiene que ser justificado y demostrado documentalmente, con requisitos que implican trámites en otra media docena de reparticiones distintas, teniendo que, apremiados por las urgencias, pagar “favores” a los funcionarios.
Un ejemplo de lo que plantean este tipo de legislaciones es que, si usted tiene su cédula de identidad o partida de nacimiento o cualquier documento expedido por una entidad pública, ese documento está en alguna base de datos accesible desde internet, y por lo tanto, para inscribir a su hijo en la escuela o solicitar registro de conductor, no pueden exigirle los documentos sino solo los datos para localizarlos en donde esté registrado.
Pero, además, cada trámite tiene un plazo perentorio para ser ejecutado. Si el mismo implica algún tipo de permiso, autorización o concesión, si no es respondido a tiempo, se considera concedido, y si de ello se deriva algún perjuicio para el Estado, el funcionario es responsable con sus bienes.
Una iniciativa como esta, que en Colombia tiene ya más de 20 años de vigencia, es cada vez más accesible con los recursos tecnológicos hoy disponibles, y su aplicación en nuestro país depende de la voluntad o del humor de los políticos.
Para ser justos, hay algunos avances en este sentido en el sistema de pago de impuestos, en la Ventanilla Única de Exportación, en el sistema aduanero Sofía, en algunas municipalidades y en reparticiones dispersas. Pero aun dista de ser una política de Estado, porque, entre otras cosas, la aplicación de estos procesos dejaría sin nada que hacer a muchos funcionarios que ya ahora mismo saturan los pasillos de los Ministerios y Secretarías, del Poder Legislativo, de la Justicia Electoral y del Poder Judicial.
¿Está dispuesta la clase política a emprender este proceso que la privaría de su principal clientela, que es el enjambre de recomendados, parientes, ahijados y otras especies parasitarias que hoy absorben recursos, que estarían mejor empleados en educación, salud y seguridad pública? Es fácil entender que no, y que solo una intensa presión ciudadana podría impulsar una iniciativa semejante.