Celebremos con alegría el Nacimiento de María, la Virgen: de ella salió el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios.
La Liturgia de la Misa de hoy aplica a la Virgen recién nacida el pasaje de la Carta a los Romanos, en el que San Pablo describe la misericordia divina que elige a los hombres para un destino eterno: María, desde la eternidad, es predestinada por la Trinidad Beatísima para ser la Madre de su Hijo.
Recordemos hoy también nosotros que hemos recibido de Dios una llamada a la santidad, a cumplir una misión concreta en el mundo. Además de la alegría que nos produce siempre el contemplar la plenitud de gracia y la belleza de Nuestra Señora, también debemos pensar que Dios nos da a cada uno las gracias necesarias y suficientes, sin que falte una, para llevar a cabo nuestra vocación específica en medio del mundo.
También hoy podemos considerar que es lógico que deseemos festejar el aniversario del propio nacimiento, de nuestro cumpleaños, porque Dios quiso expresamente que naciéramos, y porque nos llamó a un destino eterno de felicidad y de amor.
La fiesta de hoy nos lleva a mirar con hondo respeto la concepción y el nacimiento de todo ser humano, a quien Dios le ha dado el cuerpo a través de los padres y le ha infundido un alma inmortal e irrepetible, creada directamente por él en el momento de la concepción.
«La gran alegría que como fieles experimentamos por el nacimiento de la Madre de Dios (...) comporta a la vez, para todos nosotros, una gran exigencia: debemos sentirnos felices por principio cuando en el seno de una madre se forma un niño y cuando ve la luz del mundo. Incluso cuando el recién nacido exige dificultades, renuncias, limitaciones, gravámenes, deberá ser siempre acogido y sentirse protegido por el amor de sus padres». Todo ser humano concebido está llamado a ser hijo de Dios, a darle gloria y a un destino eterno y feliz.
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal, Ciclo C, Tiempo Ordinario)