26 abr. 2024

Los criminales de la universidad

Por Mario Rubén Álvarez – alva@uhora.com.py

En tiempos del tirano Stroessner, solo había dos universidades: una con bendición oficial, la Universidad Nacional de Asunción (UNA) y otra, con bendición extraoficial, pero bendición al fin, la Universidad Católica (UCA).

Para ingresar a las universidades públicas había que contar con padrinos o ser muy inteligentes.

Para acceder a la Católica había que tener plata para pagar las cuotas.

Como consecuencia de tan pocos espacios para acceder a la educación terciaria había pocos médicos, pocos arquitectos, pocos ingenieros, pocos economistas, pocos sicólogos y uno que otro sociólogo, politólogo, filósofo u odontólogo. Lo único que abundaban eran abogados.

En aquel tiempo más que oscuro, el sueño de los que se permitían correr el riesgo de soñar –con todo el peligro que ello implicaba, aun cuando solo se soñara una luna llena espléndida para escenario de un beso– era que todos los jóvenes, cualesquiera fuesen su condición económica, su partido político o su religión, pudieran entrar a la universidad en cualquier parte del país.

Cuando Stroessner cayó, el panorama cambió.

Cambió porque se abrieron las compuertas infranqueables que existían. Parecía que el sueño del acceso democrático y universal empezaba a gestarse en universidades con facultades a lo largo, alto y ancho de la República.

Pronto, los “muchachos” pillaron el negocio en puertas. Entiéndase por “muchachos”, ñemboempresarios ávidos de lucro a como dé lugar, y algunos diputados y senadores que blandieron su poder a favor de sus intereses y en contra del país.

Como en estos 25 años el desborde fue una de las tónicas predominantes, algunos políticos del Congreso vieron en las universidades un hueco para incrementar su poder clientelístico.

Y allí fueron colocados familiares, amigos, recomendados y operadores políticos. Pusieron en marcha el engranaje del “jakaru Estádore”, que es lo mismo que decir actuar de jatevu para el dinero de los que pagan sus impuestos.

Paralelamente, los mercaderes de las universidades privadas, nacidas y crecidas como hongos, ofrecían carreras de grado con dos horas de clase los sábados durante dos años.

El penoso resultado del jeheka universitario está a la vista: muchos títulos, casi nula capacidad. Egresaron amparados por el dogma de que quien paga, pasa.

Hoy, con la nueva ley universitaria, el Consejo Nacional de Educación Superior –limitado en extremo por la falta de medios económicos para cumplir su ciclópea función de ordenar la casa– empieza un proceso para revertir el apañuãi descomunal.

Los políticos –y sus aliados– armaron el gran guarara de la educación universitaria.

Y son otra vez ahora algunos de ellos los que pretenden frenar el avance de una imprescindible depuración de la podredumbre reinante.

No se contentan con el crimen cometido.

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