Parafraseando a la feminista de Beauvoir en el día en que se celebra en el mundo la asistencia humanitaria, sería interesante preguntarse hoy de dónde nace y cómo se puede vivir el humanitarismo, sin caer en la pretensión de los sentimentales, ni en los precipicios de la incredulidad total sobre la posibilidad de ayudar a otros.
Es evidente que la verdad científica sobre nuestra biología que nos determina como seres humanos con 46 cromosomas no es suficiente para explicar el dolor ni la empatía. Los seres humanos tenemos esta capacidad de percibir y ponernos en movimiento con lo que a otros les ocurre. En este sentido, como decía Ortega y Gasset, somos “personas con los demás en el mundo”.
Pese a esta disposición natural con la que la mayoría simpatiza, el individualismo cobra fuerza. Es una suerte de alienación consentida. Yo desde mí, para mí y conmigo mismo. Los potenciales altruistas se atrofian por falta de alimento, se desalienta la gratuidad, se desconfía, se pervierten las relaciones más inocentes, se comercia con la imagen de bondad y se aprende a vivir solo para sí mismo sin culpa.
El cinismo vence y parece que con el ego bien alimentado con situaciones controladas, personas manipuladas, sentimientos descartados... se consigue suficiente satisfacción. Sin embargo, el alma empobrecida reacciona de diversas formas: se envilece hasta la crueldad, peca de perversidad, infesta a otros de indolencia y sufre.
Algunos tratan de despertar el humanitarismo desde fuera con luces artificiales de metas, raciocinios, cuentas. Pero sigue la nostalgia de ese poder entregar algo a otros porque sí, porque está en nuestra naturaleza libre. Sobre todo, cuando surgen esos testimonios que la realidad nos acerca, como la atleta olímpica que levanta a su compañera y sigue con ella la carrera, sin importarle más la medalla o el puesto. Miradas, gestos, acciones concretas en que se arriesgan vida y fortuna... muchos factores nos demuestran que la humanidad sigue generando luces propias, exóticas, bellas. Recuerdo lo que nos decía hace unos días el monseñor Siluán Muci, de la Iglesia Católica Ortodoxa de Antioquia, sobre la forma en que viven y mueren los cristianos en Siria, país en el que vivió mucho tiempo. La verdadera asistencia humanitaria es permitir que el otro sea él mismo porque lo consideramos un bien en sí y contribuimos para su desarrollo porque lo sabemos persona, libre, más allá de nuestras diferencias.
Qué hermoso es contemplar a alguien hacer algo bueno por otros, sin selfies, sin portadas en una revista. Este bosque de seres luminosos capaces de ser y relacionarse libremente crece en silencio, ama el silencio. Pero requiere del abono, del cuidado de la educación que aprecie la libertad humana. Del cuidado de esta frágil ecología humana surge lo humanitario.