26 abr. 2024

Horacio, el emperador

Por Samuel Acosta - En TW: @acostasamu

Era una mañana de sábado y sobre la calle 25 de Mayo el coliseo republicano estaba abarrotado. Los felinos convencionales, esos que andan hambrientos de privilegios estatales, caminaban sobre la arena afinando gargantas para hacer los honores a su rey.

En el coliseo colorado, apenas unas pocas voces discordantes se escucharon, voces que a la postre fueron acalladas por la multitud de aduladores a su majestad.

Llegó Horacio y resonaron las fanfarrias. Él, con su porte retacón y malhablado, se paró ante la afluencia en vestiduras blancas, agitando brazos, creyéndose un semidiós. Adornado con un rojo pañuelo al cuello sonreía y se golpeaba el pecho, en un gesto de agradecimiento tan falso como el halago del gentío que aclamaba su nombre.

El emperador sabía que esas alabanzas cuestan caro, pero siempre es más fácil racionar fortuna cuando está en juego el poder. Los convencionales del coliseo reclamaban sangre a cualquier costo. Y las víctimas del bárbaro espectáculo no tardarían en aparecer.

El emperador escuchó el clamor viniendo desde la arena y de inmediato, para mantener al coro de lisonjeros arengando su ¡larga vida al rey!... decidió bajar el pulgar.

Lo hizo sin titubear. Desnudando una vez más que su criterio imperial está subordinado al reclamo de su séquito de adulones, antes que al pueblo al que juró servir años atrás.

Francisco fue el primero en ser inmolado. Sus magros resultados de gestión no fueron el motivo de la condena, fue lo azulado de su fe política.

El segundo en caer tenía que ser Santiago, pero este sorprendió a todos renunciando a su dignidad. Y ante la mirada atónita del pueblo entero se postró ante el rey.

El soberano, con una sonrisa maliciosa, lo bendijo colocándole el rojo lienzo de la traición a su fe política.

Santiago, intentando disimular la humillación por salvar el pellejo, exclamó: “Esto lo hago por convicción”. Y de inmediato Zacarías, uno de los más corruptos de la corte con una socarrona sonrisa, replicó: “Esto no me gusta para nada, su lenguaje es una competencia para nosotros”.

Otro, siguiendo el juego mentiroso, añadió: “Rapidísimo tiene discurso colorado”.

En este ambiente cada vez más cercano a la guerra por el poder, serán Soledad y Fernando los próximos en entrar a la arena del coliseo republicano. Porque tarde o temprano le reclamarán al emperador que sus afiliaciones aún no se han teñido en rojo.

Entonces ellos tendrán que decidir: convertirse en dignos mártires políticos, o postrarse ante el lóbrego emperador.

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