Ser catalogado como anodino es una desventaja en muchos ámbitos de la vida. Es ser alguien insustancial, carente de importancia, inofensivo. Hay, sin embargo, circunstancias en las que ser un don nadie se convierte en un atributo positivo. Justamente por ser suficientemente anodino, Manuel Páez Monges fue nombrado defensor del Pueblo.
La Constitución de 1992 creó una figura en boga en el mundo y muy modernosa, la del ombudsman o defensor del Pueblo, otorgándole tres funciones claves: la defensa de los derechos humanos, la canalización de los reclamos populares y la protección de los intereses comunitarios. Una persona con iniciativa y carácter al frente de dicha institución podría resultar incómoda para el gobierno de entonces. Por ese motivo, el Parlamento, mayoritariamente colorado, postergó casi una década la elección del primer defensor. Y cuando no tuvo más remedio que hacerlo, eligió a alguien que no hiciera daño.
Páez Monges encajaba muy bien en el perfil que se buscaba. Era abogado, seccionalero, ex intendente de Areguá y tenía el look y la personalidad perfectos para lidiar con las víctimas de torturas, exilios y desapariciones sin que se remueva demasiado el pasado. En ese sentido, Páez Monges cumplió su papel de manera tan eficazmente anodina que fue reelecto. Cuando ese nuevo plazo venció, nadie lo sacó.
A los colorados les encantaba su estilo: la Defensoría del Pueblo era tan silenciosa que parecía no existir. Mientras, la oposición se empantanaba en la búsqueda interminable del exacto cuoteo que dejara satisfechas todas las mezquindades y ambiciones. Así, deslizándose sobre la alfombra de dejadez de los políticos paraguayos, fueron pasando los meses y los años. El insípido Páez Monges logró algo que ni a Stroessner se le había ocurrido: que la gente simplemente se olvidara que había que elegir un sucesor.
Luego, pasaron los lustros y el hombre siguió allí. Se quejaron las víctimas, la Comisión de Derechos Humanos y las Naciones Unidas; hubo columnas y editoriales de los diarios; se hicieron y deshicieron ternas, se anunciaron elecciones, pero nada, Páez Monges estaba atornillado al cargo. Hoy es, paradójicamente, un símbolo de la desidia y la indolencia con las que se afrontan en Paraguay estos temas.
Su lamentable institución, poblada por familiares, burócratas leales, ratas y cucarachas, es el reflejo que nos devuelve la realidad a las buenas intenciones de los aquellos constituyentes del 92. Como sucede siempre en estos casos, también empiezan a aparecer denuncias de irregularidades de todo tipo. Hay que acabar con tanta humillación. Desatornillar al anodino Páez Monges es una impostergable tarea ciudadana.