Por Sergio Cáceres Mercado | caceres.sergio@gmail.com
Esta que nos toca comentar está en el medio de ambas situaciones, pues, por un lado, se muestra al Drácula “histórico”, aquel Vlad El Empalador que tuvo su feudo y castillo en Transilvania; y, por otro lado, se inventa un origen de su monstruosidad basado en el amor.
Esto último es lo más original que tiene el filme, que luego no hace más que cumplir con los estándares acostumbrados para el cine épico, que últimamente es aburrido si no se realiza con algo más que lo habitual, y este Drácula no hace dicho esfuerzo.
El intento de innovar está en que el temido vampiro no es tal, sino un personaje leal y amoroso con su esposa e hijo, así como un justo señor feudal. Aunque se cuenta que tuvo un pasado temible, actualmente se comporta como un noble con todas las letras. El origen del mal proviene de otro personaje, muy bien caracterizado por Charles Dance, y que también es toda una novedad dentro de la clásica historia.
Una vez que Drácula adquiere sus “poderes”, lo vemos realizar proezas que ya están en la línea de Superman o Matrix, situación a la que últimamente estamos acostumbrados a través de varios filmes y que ya no sorprenden a cierto público, al contrario, sería contraproducente que no se dieran.
A pesar del Drácula que lo entrega todo por amor, la historia no convence completamente porque el contexto es muy conocido y ya no hay sorpresa sino la heroicidad insuperable del héroe. Las proezas que puede realizar ahora y que están lejos de lo que siempre conocimos del vampiro maléfico, solo sirven de relleno para un cine que cada vez pide más espectacularidad en las escenas. Ni un clásico como Drácula se salva de la civilización del espectáculo en que vivimos.
Calificación: **1/2