29 mar. 2024

Del aborto y otros temas urticantes

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La palabra aborto volvió al debate mediático hace unas semanas cuando se presentó el caso de una niña grávida producto de una violación. Apenas se supo de la situación, aparecieron los grupos que abogaron porque se le permitiera interrumpir la gestación alegando que no se podía obligarla a traer al mundo a un ser engendrado a partir del abuso del que fue víctima, y menos aún si su propia vida corría peligro dada la inmadurez natural de su cuerpo.

Rápidamente se presentó el grupo contrario, el que basado en una convicción religiosa invoca el derecho a la vida de ese ser en gestación y condena cualquier pretensión de detener por métodos no naturales su estado de gravidez.

En medio de estas posiciones antagónicas aparecieron los médicos intentando explicar científicamente cuáles son los niveles de riesgo de la víctima y hasta qué tiempo es recomendable interrumpir el proceso sin que el aborto mismo pusiera en peligro de muerte a la menor.

La discusión, que no es original ni nueva, desnudó una vez más nuestra incapacidad como sociedad para contrastar argumentos que nos permitan defender una posición sin insultar o satanizar a quienes sostienen la posición contraria.

El agrio debate sirvió además para establecer cuán lejos estamos aún de comprender cómo funciona un estado de derecho donde la ley debe contemplar necesariamente los diferentes puntos de vista sobre un mismo fenómeno, sin quebrantar jamás el criterio de justicia.

Con relación al caso de la niña, por ejemplo, en un estado de derecho nadie podría obligarla a interrumpir su embarazo. De igual manera, el Estado no podría impedirle abortar si decidiera hacerlo.

En un estado de derecho y laico, la ley no puede obligar a los creyentes a hacer aquello que consideren contra su fe, siempre que esa decisión no afecte a terceros. Ningún creyente puede recibir una transfusión de sangre si considera el procedimiento una lesión a sus creencias, ni está obligado a contraer matrimonio con una persona de su mismo sexo, ni a creer que el hombre es producto de la evolución y no de la creación.

Con igual criterio, en un Estado laico la ley no debería impedir que el no creyente se haga una transfusión, se case con alguien de su mismo sexo o interrumpa un embarazo producto de un abuso.

Resulta extraño que muchos creyentes quieran imponer a los que no lo son sus convicciones religiosas cuando la piedra angular de la mayoría de las confesiones es el libre albedrío. Si la acción no es voluntaria no tiene valor moral.

Igualmente, es absurdo que los no creyentes pretendan que las personas de fe dejen de actuar de acuerdo con esa convicción, en tanto ella no lesione el derecho de terceros.

Un estado de derecho es básicamente un paraguas legal bajo cuya sombra la gente puede convivir de acuerdo con sus creencias sin pretender imponérselas a los otros. Y ningún tema puede escapar a este tratamiento. El aborto tampoco.

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