La política es el arte de lo posible, mientras se negocia cómo hacer lo imposible.
La realidad es apenas una excusa. Una valla salvable con el simple impulso de la ambición. O con mañas, dinero o violencia.
Dentro de ese racionamiento no es extraño –aunque da cierto asquito moral- que un perseguido de la dictadura stronista se siente a lado de uno de los sobrevivientes más nefastos de la misma dictadura para defender una violación a la Constitución.
¿Para qué? Para imponer la reelección; una medida, por cierto, que fue el camino que tomó la mentada dictadura para convertirse precisamente en dictadura.
¿Y por qué se da esta unión contra natura? No les une el espanto. Ni el amor ni el odio. Les une la necesidad de que sus líderes cumplan el destino que, ellos creen, les depara el universo, las estrellas, el Gauchito Gill y sus tiernas mamitas.
Uno asegura con fervor del converso que Fernando Lugo es el único que puede ganar a Horacio Cartes. El otro calla, se ríe en sus adentros.
Ese es el peor mal de los líderes mesiánicos. Se colocan por encima de todos y de todo. Y hacen que un ilustre luchador actúe como un negador serial de sus mismos principios.
Los dueños de la verdad exigen la sumisión, la inmolación, el sacrificio. No se detienen ante amigos, enemigos, leyes o convicciones. Ellos son la verdad. Y todo se puede realizar solo a través de ellos. El resto, que se rasque. O que vaya a llorar sus muertos.
Francia, el mariscal López, el mariscal Estigarribia y Stroessner coinciden en algo. Se creyeron los salvadores de la patria. La encarnación suprema de la tricolor. Los refrendadores de nuestra esencia nacional. En síntesis, unos malditos predestinados. Algunos fueron absueltos o condenados por la historia, y a otros la parca los llevó a la orilla y frustró su plan celestial. Algunos fueron impulsados por su ambición, otros por las circunstancias históricas y unos por la fuerza. Qué dejaron en su camino: dolor, sangre y exilio.
La Constitución de 1992 pretendió ser una medicina para los dudosos prohombres. Hasta el momento sirvió de contención. Porque todos los presidentes se vieron tentados, pero quedaron en la orilla rumiando la pena de un imposible segundo mandato.
Pero nadie contaba con la astucia de la billetera tabacalera y del libidinoso obispo. Hombres que quieren llevarnos al umbral de nuestra redención social, pero a patadas. Juntos son dinamita. Esperemos que no nos hagan estallar en pedazos.