26 abr. 2024

“Volveré a volar”, la promesa de una sobreviviente de la tragedia del Chapecó

“Tripulante de cabina, ese es mi oficio y nadie cortará mis alas. Volveré a volar. Esa soy yo”, afirma la boliviana Ximena Suárez Otterburg en un libro dedicado a las víctimas y sobrevivientes del accidente del avión que trasladaba al club de fútbol brasileño Chapecoense y se estrelló en Colombia.

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Suárez fue una de las sobrevivientes de la tragedia. Foto: extra.globo.com

Gina Baldivieso - EFE

Suárez, la única mujer que sobrevivió a la tragedia, presentó esta semana su libro, “Volver a los cielos”, en su natal Santa Cruz (este), en un emotivo acto en el que le acompañó el otro boliviano que salió con vida del accidente del que se acaba de cumplir un año, el técnico Erwin Tumiri.

El editor del texto, el escritor boliviano Homero Carvalho afirma en el prólogo que la azafata es “una Celícola”, una habitante de los cielos que “está curando sus heridas, como las águilas que esperan que les vuelva a salir un nuevo pico, nuevas plumas y garras” para volver a “observar el mundo desde las alturas”.

Y es que Suárez asegura que tuvo la ilusión de “vivir en el cielo” desde la primera vez que se subió a un avión cuando era niña. “Es como si hubiese entrado a un lugar mágico y me hubiese quedado en ese lugar hipnotizada para siempre”, sostiene.

Antes de trabajar en la aerolínea boliviana LaMia, a la que pertenecía el avión siniestrado, fue modelo por un tiempo y luego logró cumplir su sueño de volar al incorporarse a la privada Aerosur, en la que estuvo durante cuatro años hasta que quebró.

La joven llegó a LaMia a través de dos amigos, uno de ellos David Vacaflores, fallecido el 28 de noviembre de 2016 en el accidente en Colombia.

Reconoce que hubo épocas en las que el pago de sueldos se retrasaba por “varias semanas y hasta meses”, pero que permaneció en la aerolínea porque se sentía “en familia” con sus compañeros.

La noche del accidente, la azafata, de 29 años, cuenta que cuando los pasajeros empezaron a abordar el avión, sintió un dolor en el pie derecho tan intenso que pidió ser reemplazada, pero no lograron encontrar un sustituto.

El vuelo transcurrió con normalidad y en medio de un ambiente festivo, según relata Suárez, ya que la plantilla del Chapecoense iba optimista y decidida a ganar la final de la Copa Sudamericana.

Cuando ya se encontraban cerca de Medellín, los tripulantes siguieron la rutina habitual: despertaron a los pasajeros y les pidieron que pongan los asientos en posición vertical y abrochen sus cinturones, pues ya estaban próximos a aterrizar.

Sin embargo, el aterrizaje no llegó, ni tampoco hubo una advertencia a la tripulación sobre lo que estaba ocurriendo, según Suárez, que incluyó en el libro la transcripción difundida por los medios de la conversación entre el piloto Over Goytia, fallecido en el accidente, y la operadora de la torre de control.

El avión se quedó sin combustible a pocos kilómetros de Medellín y se precipitó sobre el Cerro Gordo, rebautizado como Cerro Chapecoense tras la tragedia, que dejó 71 muertos y seis sobrevivientes.

“El atroz golpe, indescriptible. Eso es algo para lo que no existen palabras. Los gritos eran increíbles, el estruendo...” recuerda la azafata, quien asegura que en ese instante que le pareció “una eternidad”, sintió una presencia que la protegió.

Suárez había quedado atrapada bajo una parte del fuselaje del avión y Tumiri le ayudó a salir hacia la envolvente oscuridad del cerro. Ambos empezaron a subirlo como pudieron para pedir ayuda, aterrados por el panorama sombrío.

“La espera fue larga, muy larga, dolorosa...”. Hasta que aparecieron los equipos de rescate.

La recuperación en Colombia fue dolorosa físicamente, pero Suárez se sintió arropada por el apoyo de su familia y de gente que no conocía que se solidarizó con ella, sobre todo el pueblo colombiano.

El mayor dolor lo sintió al regresar a Bolivia, ya que tuvo que enfrentar la hostilidad de personas que la culpaban por el accidente y de otros que le criticaron con dureza porque aceptó que se hiciera una campaña para recaudar dinero para costear los tratamientos médicos que aún requería y que el seguro no le cubría.

“Hasta ahora no he recibido un centavo de los seguros de LaMia”, sostiene Suárez.

En agosto pasado volvió a Colombia para reencontrarse con sus salvadores y amigos, y curar sus “heridas del alma”.

Suárez se hizo un tatuaje cerca del cuello a los 17 años y ahora que ha “vuelto a la vida” tras el accidente se grabó otro “para evidenciar el dolor” que aún siente: “el avión de LaMia ingresando en una herida en mi propia piel, entrando a mi cuerpo subiendo al cielo”, una imagen que ilustra la tapa del libro.

“Sé que el accidente es una herida que cicatrizará pero jamás se borrará, porque no la llevo en mi cuerpo, la llevo en mi alma”, manifiesta.

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