La llamada Declaración de Consenso de Ginebra, ciudad suiza en la que se hizo la firma (virtual, debido a la pandemia), ayer, 22 de octubre, sí que es toda una novedad en el mundo globalizado que nos toca vivir.
Casi ignorada por la bulliciosa tergiversación del fragmento de una entrevista particular del Papa de hace dos años atrás, esta Declaración sí que debería ser tomada más en cuenta para hacer un “lío organizado”, usando expresiones de Francisco, por países como Paraguay que están siendo presionados para cambiar sus leyes por fuerzas coercitivas internacionales, pero de guante blanco, que no terminan de mostrar la cara ante la ciudadanía, escondiéndose tras programas biensonantes que vienen con diccionario propio y libreto cerrado para su ejecución.
Citando documentos internacionales tan importantes como la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Declaración de los Derechos del Niño, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, entre otros, las naciones firmanes de la Declaración de Consenso de Ginebra toman postura sobre “el fomento de la salud de las mujeres y el fortalecimiento de la familia” “para promover el aporte esencial de las mujeres a la salud, y la fortaleza de la familia y de una sociedad eficaz y floreciente” “y para expresar la prioridad fundamental de proteger el derecho a la vida, el cual es “inherente a la persona humana”.
En el documento se reafirma el principio de igualdad ante la ley que está siendo cuestionada o directamente ignorada por los propulsores de un nuevo orden internacional que pretende forzar un igualitarismo desde la ley, impulsando políticas y acuerdos que pretenden reducir en la práctica nada menos que las libertades fundamentales de los estados democráticos.
Es verdad que esta Declaración de Consenso aún no se desliga del todo de los presupuestos de Conferencias como la del Cairo 94 sobre población o la de Beijing 95 sobre la mujer, pero trata de rectificar el rumbo y apartarse de la coerción que la interpretación ideológica extremista de dichos documentos ha devenido en contra de las mujeres de carne y hueso, los niños por nacer y otras poblaciones vulnerables en las últimas décadas de vaivenes diplomáticos en el mundo global.
La Declaración de Consenso pone de relieve que para promover “la igualdad de derechos” es indispensable “una asociación armoniosa” entre hombres y mujeres, en pos de su bienestar y el de su familia.
Es una señal de esperanza que la familia regrese a su sitio primordial como institución básica del progreso humano en un consenso internacional, ya que últimamente, debido a la presión de lobbies antifamilia, no aparece sino para ser criticada o manipulada arbitrariamente como títere de ejecución de programas que no tienen que ver con los valores genuinos de sus miembros.
La Declaración de Consenso pone de relieve, de forma sorprendente y para bien, la racional e inteligente posición de que “en ningún caso se debe promover el aborto como método de planificación de la familia”, devolviendo aire a una hasta ahora deshumanizada y agonizante diplomacia internacional, humillada, instrumentalizada y sometida a los caprichos de los lobbies abortistas, financiados por poderosos con intereses ajenos y contrarios a las naciones representadas en los encuentros oficiales.
Vuelve a reconocer la carta de ciudadanía universal a los niños más vulnerables de la Tierra hoy, en armonía con legislaciones como la paraguaya, al declarar que “el niño (…) necesita protección y cuidados especiales (…) tanto antes como después del nacimiento”, que “no existe el derecho al aborto” y que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”...
¡Bravo!, ¿qué espera Paraguay para unirse?