Johannes Hofer identificó en 1688 una enfermedad que hoy los autoritarios usan como falaz argumento de su pensamiento extremista. El médico suizo percibió en sus compatriotas mercenarios que servían en suelo extranjero un mal sin tipificación entonces. Unió dos palabras griegas que hablaban de la inhabilitante añoranza del hogar y creó un neologismo: nostalgia. Término este que cuando se manifiesta en su faz política da pie a distorsiones enfermizas.
Básicamente, el nostálgico es aquel que mitifica el pasado dotándole de atributos excepcionales que no están ceñidos a la realidad histórica, y traza de forma grotesca un paralelismo con el presente para justificar que lo que se tuvo es mejor de lo que se tiene. En nombre de una percepción chata exigen para el presente soluciones que no fueron soluciones ni en el pasado.
Brasil fue la manifestación más reciente del amague de retorno de los bárbaros. Sin vergüenza propia ni mínimos atisbos de convivencia democrática, los bolsonaristas, tras perder las elecciones, pidieron sin tapujos que los militares hagan un golpe de Estado para derrocar al recientemente electo presidente Lula da Silva. La toma de la plaza de los Tres Poderes fue su jugada más arriesgada. El tiro les salió por la culata, pero no mató del todo el problema que anida amenazante en el mayor país de la región y principal socio del Paraguay.
Desde la izquierda también surgieron jugadas antidemocráticas. En Bolivia, el repetitivo enfrentamiento regional entre los del llano con los del Altiplano provocó ahora el arresto del gobernador de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, quien está en abierta disputa con el Gobierno central encabezado por el MAS.
El forzado y rápidamente sofocado fujimorazo del gobernante izquierdista Pedro Castillo fue otra señal de alerta sobre el uso del mendaz recurso autoritario como salida política coyuntural. Lastimosamente, ahora en el pueblo hermano corre la sangre de sus pobladores por las protestas callejeras ante la nueva incertidumbre gubernativa que les afecta.
Con anterioridad, Ecuador y Chile habían tenido movilizaciones masivas que pusieron en jaque la convivencia democrática.
En síntesis, la región está atravesando una nueva ola de descontento político que amenaza con tirar por la borda los avances institucionales luego de la triste vigencia de los regímenes militares.
Las circunstancias hacen valedera las siguientes preguntas: ¿el asedio que sufre la democracia es culpa de ella?; ¿se trata de un dolor de crecimiento, de madurez?; ¿están todos los países de la región con la misma capacidad para enfrentar con éxito este desafío? Las respuestas están abiertas y no hay una tendencia definida que explique el fenómeno en toda su dimensión y afirme con claridad cuál será el camino que se tomará.
Los nostálgicos son una amenaza real básicamente porque la democracia no es un concepto cultural-político arraigado plenamente en la región, salvo en algunas naciones específicas.
En su libro ¿Qué es la democracia?, el cientista político italiano Giovanni Sortori echa un poco de luz. Sostiene que definir la democracia es importante porque establece qué esperamos de ella. Precisamente, en la mayoría de los países de Latinoamérica, y en especial en Paraguay, no se sabe bien qué es democracia y para qué sirve; entonces, si no hay claridad sobre su utilidad cómo habrá ganas para salir en su defensa.
La democracia regional debe encontrar su identidad y establecer su valía. Si no hay un empoderamiento ciudadano prodemocrático, si las instituciones democráticas no son sólidas ni creíbles, la enfermiza obsesión de los autoritarios será una perenne espada de Damocles.