“Apacienta mis ovejas”. Jesús es el único pastor y la tarea de Pedro está en continuidad con la del Maestro: el pastoreo de Pedro nace de su amor por Jesús.
La escena evoca aquella otra pesca milagrosa, tras la cual Jesús dijo a Pedro que habría de ser pescador de hombres (Lc 5,1-11). Este nuevo relato (21,1-14) prefigura la multitud de pueblos que el apostolado de la Iglesia ganará para Cristo; y en esta dimensión eclesiológica se inserta el pasaje siguiente, que narra la entrega del primado de la Iglesia a San Pedro (21,15-19).
Después de la resurrección de Jesús, los apóstoles marchan a Galilea según les había indicado (cf. Mt 28,10), y Pedro retoma su trabajo profesional. “Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después –observa San Josemaría–. ¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma -porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro- se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio”.
Mientras están bregando en el mar, sin conseguir nada, alguien, a quien los discípulos no reconocen en un principio, les dice desde la orilla que echen las redes a la derecha. Lo hacen y quedan asombrados de la cantidad y calidad de los peces que capturan. El primero que se da cuenta de que es el Señor es “el discípulo a quien amaba Jesús” (21,7), y esto es así, comentará San Gregorio de Nisa, porque “Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón puro”.
La pesca fue muy abundante: “Ciento cincuenta y tres peces grandes” (21,11). San Jerónimo dice que los zoólogos griegos habían clasificado 153 especies de peces en ese mar; al citar esta cifra, Juan aludiría simbólicamente a la totalidad y a la diversidad de la pesca de los discípulos, anticipando así los resultados de la misión cristiana, que habría de llegar a todo tipo de personas.
Al descender de la barca estaba Jesús allí y, junto a él, “vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan” (21,9). Además de en este episodio, la única vez que aparecen unas brasas en el evangelio de Juan, es en casa de Caifás, y junto a ellas tuvo lugar una negación de Pedro (Jn 18,18). Sin duda, cuando Jesús le pregunte poco después si lo ama, las brasas le traerían el recuerdo de sus infidelidades, pero también la confianza de comprobar que, a pesar de que Jesús conoce su debilidad, vuelve a confiar en él.
En contraste con aquellas tres negaciones de Pedro durante la pasión, Jesús, como Buen Pastor, cura sus heridas ofreciéndole tres nuevas oportunidades de decirle: “Tú sabes que te quiero” (21,15.16.17).
Esta segunda escena cambia bruscamente el simbolismo de la primera cuando, se deja de hablar de peces, y Jesús le habla sobre las ovejas que ha de cuidar. De este modo se completa el retrato de la figura de Pedro: Además de apóstol misionero (pescador), Pedro está llamado a ser también modelo y responsable del cuidado pastoral (cfr. 1 P 5,1-4; Hch 20,28). Jesús es el único pastor y la tarea de Pedro está en continuidad con la de Cristo: El pastoreo de Pedro nace de su amor por Jesús. El rebaño pertenece a Jesús, no a Pedro, por eso Cristo le pide: “Apacienta mis corderos” (21,15), “pastorea mis ovejas” (21,16), “apacienta mis ovejas” (21,17), y Pedro acepta dar la vida por ellas.
Cuando Jesús le dice que “cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras” (21,18) está aludiendo al martirio de San Pedro, que también moriría en la cruz como el Maestro.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/2025-05-04/)