30 dic. 2025

Todos somos el hijo pródigo

“En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: ‘Ése acoge a los pecadores y come con ellos’. Jesús les dijo esta parábola: ‘Un hombre tenía dos hijos, el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». El padre les repartió los bienes…”
Lucas 15,1-3. 11-32

Todos somos hijos de Dios y, siendo hijos, somos también herederos. La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que solo en el Cielo alcanzará su plenitud y la seguridad completa. Hasta entonces tenemos la posibilidad de hacer con esa herencia lo mismo que el hijo menor de la parábola.
Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios, y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo; es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. Su vida honrada, las esperanzas que Dios había puesto en él; su vocación a la santidad, su pasado y su futuro, se han venido abajo. Se aparta radicalmente del principio de la vida, que es Dios, por la pérdida de la gracia santificante; pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida y se incapacita para adquirir otros nuevos, quedando sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio. Por lo que respecta al pecado venial, aunque no cause la muerte del alma, nos detiene y distancia en el camino que le lleva al conocimiento y amor de Dios, por lo que no debe ser considerado como algo secundario ni como un pecado de poca importancia.
Todos nosotros, llamados a la santidad, somos también el hijo pródigo. La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios.
Tenemos que acercarnos a este sacramento con el deseo de confesar la falta, sin desfigurarla, sin justificaciones. Con humildad y sencillez, sin rodeos. En la sinceridad se manifiesta el arrepentimiento de las faltas cometidas.
Mientras el arrepentimiento anda con frecuencia lentamente, la misericordia de nuestro Padre corre hacia nosotros en cuanto atisba en la lejanía nuestro más pequeño deseo de volver. Por eso la Confesión está impregnada de alegría y de esperanza. Es la alegría del perdón de Dios, cuando por desgracia se ha ofendido su infinito amor y arrepentido se retorna a sus brazos de Padre. Un buen propósito para estos días de Cuaresma es el de hacer una buena Confesión.