«Dios es amor», dice varias veces el apóstol a lo largo de la carta. También señala que Dios es fuente de todo lo que existe y que el cristiano es constituido hijo de Dios por el amor. Somos sus hijos realmente y no en sentido figurado o poético (cfr. 1Jn 3,1). Y a raíz de esta filiación, podemos ser llamados propiamente nacidos de Dios.
Dos pescadores de Cafarnaún, Juan y Andrés, seguían a Juan Bautista, al que consideraban un gran profeta. Un día pasó Jesús a su lado y el Bautista afirmó: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Sus discípulos, «al oírle hablar así, siguieron a Jesús» (Jn 1,37). A partir de ese encuentro, nada volverá a ser como antes.
«Es Jesús quien toma la iniciativa. Cuando Él está en medio, la pregunta siempre se da la vuelta: De interrogantes se pasa a ser interrogados, de “buscadores” nos descubrimos “encontrados”; es Él, de hecho, quien desde siempre nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4,10). Esta es la dimensión fundamental del encuentro: No hay que tratar con algo, sino con Alguien, con “el que Vive”.
Los cristianos no son discípulos de un sistema filosófico: Son los hombres y las mujeres que han hecho, en la fe, la experiencia del encuentro con Cristo (cfr. 1Jn 1,1-4)”.
«Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua –alentaba san Josemaría durante una Navidad–. “Oro coram te, hodie, nocte et die” (Ne 1,6); oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces: Que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: “Oportet semper orare, et non deficere” (Lc 18,1). Hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/article/meditaciones-4-enero/).