Es como una historia cuyo final todavía no está definido, o un juego en el que los niveles de violencia van aumentando en la medida que los jugadores perfeccionan la jugada.
Cruel es poco decir, si hay que calificar lo que ocurrió el fin de semana en la cárcel regional de San Pedro, cuyo impacto en intentos de amotinamiento en otros centros reclusorios no está completamente descartado.
Fue criminal, no solo porque implicó decapitaciones e incineración de nueve internos, sino porque desnudó un nivel de violencia macabro, pocas veces visto, y porque hay autoridades que permitieron llegar a este extremo. Unas, por acción directa; otras, por supuesta omisión, y, sobre varias, la sospecha de que sucumbieron a los incentivos del peligroso mundo del narcotráfico.
Con este episodio, una vez más quedó al desnudo una trama de corrupción que seguro se replica en cada uno de los 18 centros de reclusión.
Las cárceles funcionan como un feudo donde el director del penal es el rey y los reclusos, sus vasallos, pero clasificados en distintas categorías, conforme su capacidad económica. Los siervos son los que sobreviven bajo condiciones infrahumanas. Forman la porción de desclasados, pasilleros y descartables.
En el fondo, todos son vasallos, porque tienen que pagar con creces cualquier contraprestación que reciban o precisen recibir. Aún estando estipuladas como parte del sistema penitenciario. Cada espacio, cada cosa tiene su precio, al igual que preservar la vida.
La situación de las cárceles es tema ineludible en todas las plataformas electorales. Es un eje del plan de gobierno de toda nueva administración de Gobierno.
Pero hasta ahora todo intento por cambiar se ha reducido a construir más cárceles y, tímidamente, a mejorar las condiciones laborales de los guardiacárceles.
Ninguna penitenciaría del país, salvo quizá la cárcel de mujeres, ha puesto el énfasis, los esfuerzos y recursos en otorgar oportunidades de rehabilitación y reinserción social a los internos/as mediante un programa estándar exitoso. Lo poco que funciona hasta ahora es fruto del esfuerzo de terceras personas, oenegés u organismos de derechos humanos que focalizan su acción en este ámbito.
No es política de Estado. Si lo fuera, no se estaría pensando solo en construir más penales y concentrarse solo en términos de infraestructura. No se utilizarían los cargos de directores de cárceles para pagar deudas políticas, nombrando a personas del movimiento o partido oficial, como premio para que “haga su platita”, sin importar, en absoluto, la capacidad para el puesto.
Tampoco se permitiría que continúen las groseras discriminaciones dentro de cada centro penitenciario, con imponderables privilegios para unos, y total abandono para el resto. Tampoco se habría consentido que permanezca inalterable la realidad que señala que 70% de la población penal del país siga sin condena.
Mucho menos se habría tolerado, si se contara con una política penitenciaria de Estado, que se produzcan hechos como los que vimos el fin de semana y que el ministro bajo cuya responsabilidad se encuentran las cárceles (ministro de Justicia) intente zafar su responsabilidad, culpando de cualquier irregularidad al director general de Establecimientos Penitenciarios y a los respectivos directores de cada unidad penal. Tampoco se habría autorizado tácitamente el funcionamiento de una “granja”, con celdas vip, para ubicar allí a unos pocos reos pudientes, prácticamente sin resguardo, y exponiendo a los habitantes del pueblo. ¿Qué más habrá que esperar que ocurra y qué más hay que tolerar o permitir para que los tres poderes del Estado tomen este tema como la bomba de tiempo que es?
¿Cuál es el límite de la corrupción que todavía nos falta ver para que manejar 18 cárceles deje de ser un negocio que, así como está, conviene a los bolsillos de los directores de turno? Por ahora, estamos ante depósitos humanos, escuelas de perfección en hechos punibles, centros de extorsión y hospedajes vip para narcotraficantes.