96 años hubiese cumplido Isaac Asimov este mes; el primer libro que leí lo escribió él. Rondaba los 20 años cuando un día mi amigo de infancia, Marcos Maciel, me lo prestó. Cuando lo terminé, había cruzado un umbral que desde que aprendí a leer busqué sin saberlo y ahora Asimov y Marcos me lo mostraban: era el mundo de los libros y la literatura, lugar al que llegué tarde en la vida, pero el cual nunca más quise abandonar.
Como todo lector tardío, leía con la fruición del converso. Asimov fue, en esos primero años, el autor que más frecuenté. La ciencia ficción lo conocí por sus cuentos y novelas, pero apenas me encontré con Clarke, Bradbury o Lem, su estilo dejó de gustarme. Su talento como divulgador científico era lo que más me atrapaba y fue lo que más consumí de su vastísima producción; aprendí muchísimo. Pero uno indefectiblemente va cambiando con el correr del tiempo, y los gustos con él. Así fueron apareciendo otros autores, otros temas, y aquel escritor fue quedando como algo bueno del pasado, pero al que difícilmente se volverá.
Como una de mis cruzadas es inculcar a la lectura a mis hijos, hace años voy implementando un plan de lectura con ellos. Con ese afán me encontré en una librería con el libro que Asimov escribió sobre los griegos. Recordé lo ameno que era leerlo y lo compré para recomendárselo a mi hija. Así la obra vino con nosotros hasta Europa, donde por dos meses Panambi estuvo entrenando tenis de mesa. La idea era que luego de terminar con el Drácula de Stoker, pudiera conocer algo más de historia de la mano de un autor que no le era extraño. Pero esto jamás ocurrió. Drácula quedó a medio camino, dormido en su ataúd, vencido por el ritmo exigente del tenis de mesa sueco y el poco ocio ocupado por los ubicuos emoticones con que los adolescentes se comunican hoy día. Los griegos, de Asimov, aguardó en vano su turno.
Fue así que lo tomé yo. Un poco por compasión, un poco por buscar una lectura más liviana que Peter Burke o Sergio Sismondo, quizá también por nostalgia a un escritor que en su momento me maravilló. Lo cierto es que volví a ser hipnotizado. En los trenes, en los cafés, tuve una regresión hacia aquellos años en que la lectura detenía el tiempo; la cultura griega se desplegó ante mí como una aventura; un pueblo al que todos los que estudiamos filosofía indefectiblemente debemos conocer, retornaba a mí con otra mirada, en otra narrativa. A un nivel divulgativo, es verdad, pero con una didáctica en la que nadie creo ha superado hasta hoy al norteamericano. El resto de los tomos de la Historia Universal Asimov tienen otro atractivo ahora para mí. Parece que aquellos años asimovianos volverán. A veces no es malo regresar.