Le dejó impresionado la actitud de aquel hombre, que, si no fuera por su honestidad, podría haber usado ese documento para reclamar el pago. Pero eso no era tan raro en ese entonces, en que la palabra empeñada tenía más valor que los bienes materiales.
A la luz de lo acontecido en estos días, es evidente que la credibilidad de los hombres públicos, en general, ha sido devaluada, a causa del incumplimiento reiterado de sus promesas, de la pérdida de la honorabilidad y el sentido moral.
¿Extraña entonces que las palabras del presidente, al prometer, una vez más, no postularse a la reelección, haya sido recibida con gran escepticismo? Sus propios partidarios, al anunciar que proseguirían con la enmienda, aparecen como descreídos de la promesa de su candidato.
Pero no podemos particularizar ese fenómeno en una persona. En casi tres décadas de democracia, la falta de credibilidad abarca, con pocas excepciones, a toda la clase política, en los diversos bandos. La conducta de los senadores que, con descaro y prepotencia, impulsaron una sesión ilegítima en pro de la reelección explica, aunque no justifique, la reacción posterior de la ciudadanía que mostró su ira y su hartazgo por dicho tipo de actitudes.
Ni siquiera la palabra escrita y solemnemente sancionada en la Constitución y las leyes merece el menor respeto por parte de la élite política. Cuando los dirigentes pierden la brújula –o el “rumbo”, para usar una palabra en boga–, se abre la puerta a la violación de las normas por parte de los dirigidos, y a la proliferación de la violencia y la corrupción.
No podemos negar que, en el ámbito empresarial, también existe una amplia zona gris de comportamientos torcidos, como también los hay de empresas ejemplares que pugnan por la transparencia y la responsabilidad social.
Se trata entonces de rescatar aquellas conductas positivas que sirvan de faro para quienes quieran orientarse por ellas. No es otra la intención de los Premios ADEC, que se proponen destacar los modelos de gestión y compromiso que todos debiéramos imitar.
Es posible que la crispación vivida en los últimos meses se desvanezca, pero un retorno a la “normalidad” no es sino una vuelta a la rutina mediocre, pusilánime y resignada de una ciudadanía indiferente a la calidad de sus líderes. Este es el desafío que debe superar nuestra democracia, si queremos legar un país más justo y próspero a las generaciones futuras.