Se confrontan dos planos contrapuestos: el deterioro de las condiciones de vida del ciudadano de a pie (a lo que agregamos coyunturalmente el flagelo dejado por la pandemia, la inflación galopante, la falta de oportunidades laborales), versus el mundo mágico y mesiánico que construye la mayoría de los candidatos, en busca de un curul, mayormente a cualquier precio y vinculado a transacciones deshonestas para conseguir el objetivo.
Si desgranamos la compleja trama nacional de ese panorama en el cual se mueven los ya casi espectrales compatriotas, lidiando con los precios que se disparan hacia arriba, la crítica agonía del sistema de salud pública, la involución educativa y la incertidumbre sobre sus proyecciones para mejorar su calidad de vida, notamos que –salvo honrosas excepciones– los llamados “líderes” viajan automáticamente a otro planeta y despliegan verborragia diletante para, finalmente, no proponer nada concreto.
Cualquiera dirá que, en esencia, ninguna campaña se diferencia de otra. Y tendrá razón. Pero en este marco actual es cuando se necesita visualizar qué modelo de país se pretende y qué mecanismos y estrategias aplicar para, por lo menos peldaño a peldaño, se pueda reencauzar la tremendamente torcida situación que agobia al entorno; puesto que a la pobreza se fueron sumando dosis muy profundas de narcorrealidad, desmoralización en amplios sectores, desconfianza absoluta desde todos y hacia todos.
A sabiendas de que casi siempre resulta fácil domesticar a los segmentos más necesitados y vulnerables, amansar también la furia contenida regando con pago fácil y momentáneo en la compra de cédula el día de las votaciones, no menos real es que existen muchas personas con anhelo de transformar el espacio circundante y dejar de ver y escuchar a los mismos dinosaurios partidarios (y de neófitos que pronto aprenderán el mismo oficio), distantes de la cruda cotidianidad y con la mente puesta en las mieles del poder.
Una ferviente necesidad –para exponer con más concreción los postulados y proyectos de las facciones en pugna– es variar el discurso de choque, de retruques vacuos y mero entretenimiento para retroalimentar el morbo, advertidos en los espacios públicos, hacia expresiones más genuinas, integrando voces de adhesión pero también de crítica constructiva, a través de debates que dejen huellas para seguir avanzando.
También es preciso superar la teatralidad proyectada por dirigentes que se mimetizan en la vida diaria, impregnados de pueblo y lenguaje coloquial, tan solo para calzar coyunturalmente en el ámbito de las necesidades y conseguir aprobación incondicional. Sumemos la obligación de desprenderse de los privilegios propios de la estructura estatal y el mal uso de los recursos con fines meramente electorales, entre quienes deberían renunciar a su cargo para postularse a nuevos o buscar el manido rekutu.
Más allá de las banderías políticas, de las especificaciones ideológicas que persiguen los grupos en pugna y de listas armadas entre cuatro paredes, la confrontación principal radica en el modelo a seguir, que se acerque más a la práctica democrática y a contemplar los intereses de la mayoría; antes que perpetuar los desajustes del poder que llevan a las desigualdades, en las que pocos suben al carro de los privilegios, mientras los segmentos populares deben recorrer a pie –muchos de ellos descalzos– el sendero de ascenso sinuoso hacia el bienestar.
Y como se replica en cada ocasión, los electores tienen el gran poder en sus manos al depositar los votos para diseñar el escenario que querrán ver en los próximos años: seguir arrastrando el statu quo o bien aspirar a transformaciones que oxigenen el marco político con figuras y espacios renovados.