Las voces de alarma no se hicieron esperar. Apenas se supo que el Senado argentino había aprobado la Ley que avala el matrimonio entre homosexuales, tras una maratónica sesión de 14 horas, en algunos medios locales se escucharon verdaderos gritos de temor: ¡Dios mío, adónde llegamos...! ¡Qué perversión! ¿Qué les vamos a decir a nuestros hijos? ¡Estamos como en la época de Sodoma y Gomorra! ¡Opáta ko la mundo...!
Son voces nacidas ante el temor a lo nuevo. Para un importante sector de la población, formada con los rigores de una cultura tradicional y conservadora, es la sensación de la estantería que se tambalea con todo lo que parecía tan seguro, tan firme, tan cuadrado... ¿Cuánto tardarán en copiar aquí el “mal ejemplo” argentino? ¿Qué va a pasar con el modelo de familia que nos inculcaron?
Cuesta abrirse a lo diferente cuando uno se ha pasado la vida cerrando los ojos a otras caras de la realidad, buscando convencerse de que quienes tienen una orientación sexual distinta son personas anormales, enfermas o inmorales, y no pueden gozar de los mismos derechos que las personas consideradas “normales”. ¿Formar pareja, casarse, compartir bienes, tener proyectos de vida en común...? ¡Ni soñarlo!
Pero he aquí que un buen día uno se despierta y descubre que el mundo ha evolucionado. Y que quizás es uno el que se ha quedado atrás, y le cuesta reconocer que hay avances cívicos que vienen de la mano con la madurez de la humanidad. ¿Acaso los reclamos de libertad para los esclavos, o el derecho al voto para las mujeres, en su momento no parecieron también una locura? Ahora los vemos en el tiempo como derechos tan lógicos y naturales.
La Argentina hoy da el ejemplo, como primera nación latinoamericana en poner fin a una larga y oprobiosa discriminación contra los homosexuales, tras un largo y enriquecedor debate, en que se han oído todas las posturas y se han permitido todas las manifestaciones. Tarde o temprano, en el Paraguay vamos a tener que profundizar este mismo debate a nivel institucional, y sería bueno que tengamos más argumentos que los puramente fundamentalistas o religiosos. Que primen el respeto y la convivencia civilizada, la tolerancia y la inclusión. Crezcamos, maduremos, aprendamos.
¿Qué les vamos a decir a nuestros hijos? Digámosles la verdad: que el mundo no se va a acabar porque los homosexuales pueden contraer matrimonio legalmente. Por el contrario, es un mundo que se está volviendo más igualitario, y ellos tendrán la suerte de vivir en él, con mucho menos discriminación.