Lo cierto es que a la fecha registramos 228 infectados conocidos en todo el país, nueve personas perdieron la vida por la enfermedad y 78 se recuperaron por completo. Es verdad que todavía estamos lejos de realizar la cantidad de pruebas necesarias como para tener un número más acertado de contagiados; pero, hay un dato que echa por tierra cualquier especulación alarmista: en todo el sistema hospitalario, público y privado, solo hay tres personas internadas por Covid-19, ¡tres! y ninguna en terapia intensiva.
Me dicen que puede que sea el clima, o los anticuerpos desarrollados por quienes enfermaron de dengue, o la vacuna contra la tuberculosis (BCG) que se aplicó la mayoría de la población.
Son especulaciones, obviamente. Permítanme, pues, sumar mi cándida conjetura a todas ellas. ¿Y si, sencillamente, pese a todos nuestros prejuicios con respecto a nosotros mismos, algo estamos haciendo bien? ¿No será que los paraguayos y las paraguayas que nunca tuvimos una experiencia parecida, que no nos caracterizamos por respetar normas básicas sanitarias y de convivencia (como lavarnos las manos o toser y estornudar en la cara interna del codo o formar y respetar una fila), conseguimos en este brevísimo tiempo alterar hábitos cuasiancestrales?
Me entrego a la ingenuidad y decido creer que algo de eso hay. No todos, por supuesto, pero sí un porcentaje lo suficientemente importante como para tener estos resultados. Creo que la pandemia, que por un lado hace más dolorosamente patente todo eso que ya sabíamos de nosotros y de nuestras instituciones (la precariedad del sistema de salud, la carencia de una red pública de contención social, la legión de corruptos dispuestos a lucrar incluso en los peores momentos), también revela una fase nuestra poco conocida; la de un sector mayoritario de la población que sigue en su casa, que aprendió a higienizarse las manos, que usa el tapabocas, que hace la fila, que pese a su dramática situación económica sigue respetando la cuarentena.
Y hay más. El Covid-19 nos mostró también que en la burocracia pública no todos están por hacer hurras. La crisis nos reveló a un grupo notable de funcionarios técnicos a los que el presidente Abdo decidió acertadamente apoyar y seguir, y que hasta ahora ha mostrado resultados alentadores.
Nobleza obliga decirlo, incluso los sospechosos de siempre, esos que integran la fauna política, dejaron coyunturalmente de lado sus disputas intestinas y aprobaron en tiempo récord una ley de emergencia para fortalecer el aparato sanitario y afrontar las consecuencias económicas de la cuarentena.
Por supuesto que no podemos ser triunfalistas, ni mucho menos. Esto apenas está comenzando. Un paso mal dado y los números se pueden disparar y los peores escenarios imaginados se pueden convertir en una horrible realidad. Además, los buitres siguen apostados en todas las carpas, prestos a hundir el pico en el dinero público. No podemos descuidarnos ni un segundo. Apenas bajamos la guardia, aparecen los barbijos de oro o las camas voladoras, todo empujado con abundante agua tónica, no sea que nos dé malaria.
Ellos podrán seguir siendo los mismos; pero nosotros, no. A partir del 4 de mayo empezaremos a rendir los exámenes más difíciles. Y es un examen colectivo. Se aplazan unos pocos y nos vamos todos de cuarentena hasta febrero. Un par de desubicados, algún diputado con diarrea, una pastora delirante convencida de su inmunidad mística y todo el esfuerzo se puede ir al garete.
Esto será como clasificar al mundial con el equipo de gordos del asado de los sábados. Y, sin embargo, en un despliegue de inocencia que raya la fantasía, yo creo que podemos.
Por extraño que parezca, nos tengo fe.