19 abr. 2024

Ni milagros ni santos

Luis Bareiro – @Luisbareiro

El debate sobre la propiedad de las tierras públicas que repartió el régimen de Stroessner a personas que no reunían las condiciones para ser beneficiarias de la reforma agraria volvió a estallar en estos días, enfrentando a senadores del Frente Guasu y Patria Querida, dos de los pocos partidos claramente definidos como de izquierda y de derecha, respectivamente. La ideologización de la discusión hace difícil que las partes propongan soluciones prácticas a un problema real que ha provocado terribles enfrentamientos en el campo y que puede seguir ocasionándolos.

Si queremos encarar el problema de manera constructiva es necesario empezar reconociendo que el reclamo campesino es absolutamente válido. Cientos de miles de hectáreas de tierras del Estado fueron transferidas a empresarios, militares, amigos, parientes y correligionarios del dictador, sin que ninguno reuniera mínimos requisitos para beneficiarse con esa venta del patrimonio público a precios simbólicos.

A estos se suman otros cientos de miles de hectáreas que recibieron campesinos que sí eran sujetos de la reforma agraria, pero que terminaron vendiendo su derecho a la explotación de esa parcela, su “derechera”, a colonos brasileños o a grandes productores que acabaron acumulando inmensos latifundios mediante esta práctica.

Muy pocas de esas propiedades concedidas de manera ilegal siguen en manos de los beneficiarios originales o de sus herederos. La gran mayoría ha pasado de un propietario a otro a lo largo del tiempo. En teoría, el origen ilegítimo de la propiedad debería producir un efecto en cadena provocando la nulidad de todos los títulos generados con cada compra y venta, retornando el inmueble al patrimonio del Estado.

Suponer que tal prodigio sea posible en el sistema judicial paraguayo es desconocer el oscuro y pestilente pantano donde se cuecen los fallos judiciales. Aun si se lograra la recuperación de alguna que otra finca, no sería sino tras largos años de farragoso proceso tribunalicio. Existe además otro problema incluso mayor, muchas de esas propiedades, concedidas originalmente de manera ilegítima están hoy en manos de productivos colonos o pertenecen a modernas explotaciones agroganaderas. Expropiarlos supone destruir zonas productivas. Eso nunca puede ser bueno para un país, aunque se trata en el fondo de corregir un entuerto ilegal de origen.

¿Cómo enfrentar el dilema? La lógica nos dice que lo primero es depurar de una vez los registros de la propiedad en coordinación con el Catastro. No se puede ordenar un país si no hay concordancia entre los registros físicos y legales de sus tierras. Una vez identificadas las propiedades que fueron desmembradas ilegítimamente del patrimonio público, lo más práctico es negociar con los ocupantes actuales. Si quieren formalizar la ocupación, que paguen por las tierras lo que estas valen.

Quienes deseen mantener la propiedad de estas tierras concedidas de manera irregular deben comprarlas hoy a precio de mercado. El Estado puede darles todas las facilidades para ello. Pueden pagarlas a largo plazo, incluso con una cuota que represente un porcentaje sobre la renta generada por la explotación del inmueble.

El Estado podrá invertir esos recursos en un planteamiento distinto para la -hasta ahora- fracasada reforma agraria. Está visto que el problema principal no es el de campesinos sin tierra sino el de campesinos sin renta. La producción agropecuaria solo es rentable con una fuerte inversión de capital. Entregarles una pequeña parcela, sin ninguna posibilidad de acceder a fuentes de financiamiento, es condenarlos a la subsistencia.

El modelo productivo vigente no es una creación paraguaya, es la lógica del modelo capitalista que gobierna al mundo. Podemos denostar contra él, pero mientras no aparezca una alternativa, quienes pretendan vivir de la explotación agropecuaria necesitarán de capital y tecnología para poder competir con alguna posibilidad de éxito. Seguir peleando solo por conseguirles un puñado de hectáreas es mantenerlos atados a la esperanza de un milagro… y en la economía no hay milagros ni santos.

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