De que las religiones son un nido de miedos, culpas y manipulación, no es ninguna novedad, aunque se insista en acudir a ellas para soluciones “mágicas” de problemas tan humanos. Sin embargo cuando esa misma fórmula es aplicada a la búsqueda espiritual del individuo, muy pocos son los que logran reafirmar su humanidad y no caer en la culpa negando su historia y su verdad, por más humana que sea.
Esta no es una mera anécdota en la divertida y emotiva película canadiense “Mis gloriosos hermanos” (C.R.A.Z.Y.) si bien la religión no es presentada como el tema principal, es un aditamento más para el desarrollo de la trama y punto culminante en la búsqueda sexual y espiritual, por parte del protagonista de la película.
Pero vayamos desde el principio, Zach (Marc André Grondin), es un niño que nace justo el día de Navidad en 1960, es el cuarto hermano de 5 varones de una familia urbana como cualquier otra, pero bastante peculiar en su formación. La madre (Danielle Proudx), ferviente católica, cree y convence a los demás que Zach tiene un don divino y que fue elegido por Dios para curar a cuanto prójimo se manifieste con problemas de alguna índole, especialmente los físicos. Un padre (Michel Coté) tosco, machote, orgulloso de heredar todas sus virtudes a Zach y por sobre todo muy jactancioso de sus 5 hijos varones. Un hermano mayor, problemático, rebelde y drogadicto, enemigo principal de Zach, según sus propias palabras y los otros más “normales” conforman esta familia protagonista de una película tragicómica, sobre enredos familiares y con un ingrediente fuerte y contundente, la sexualidad de Zach. Durante toda su vida, que se nos muestra desde los 5 a 21 años, negará su homosexualidad, solo para no perder el amor de su padre y seguir siendo tan querido por él como a sus 4 hermamos.
La película, que está dirigida estupendamente por Jean-Marc Vallée, nos muestra la lucha interna del protagonista por rechazar su identidad sexual, en el afán de ser “una persona normal” y vamos disfrutando su vida en 2 décadas de la mano de los Rolling Stones, Pink Floyd, David Bowie, Patsy Cline, Charles Aznabour y el punk. Su banda musical es sublime, vivaz y muy determinante en la historia, como la conmovedora y contagiante escena donde Zach canta frente al espejo “Space Oddity” de David Bowie, haciendo paralelismo entre el astronauta Mayor Tom, personaje de la canción y sus emociones encontradas: “Aquí el Mayor Tom al control de la tierra, estoy pasando a través de la puerta, estoy flotando de una manera muy peculiar y las estrellas se ven muy diferentes hoy...”.
Las actuaciones, todas sin excepción, perfectamente dibujadas por cada uno de los actores, son geniales. Destacan el protagonista (Marc-André Grondin) con el perfil del confundido sexualmente Zach que logra un inquietante y muy entrañable personaje pero sin llegar al sentimentalismo ni a la lástima. Igualmente Michel Còté interpreta a Gervais, un padre fuerte, orgulloso, grosero, pero dotado de una humanidad muy reprimida, equilibrio perfecto solo para grandes actores.
Muchos costados tiene la película, desde la crítica a la familia y a su manera de ver las cosas, guiada por una ferviente práctica del catolicismo, con infaltables visitas dominicales a la iglesia, cuando es paradójicamente un episodio místico (guiado por las creencias de su madre y una gurú espiritual) lo que define y ayuda a Zach a aceptarse tal como es. La alimentación de valores familiares que muchas veces se contradicen con el bienestar de sus integrantes está tratada de una manera tan lúcida y sobre todo aguda, que evita todo cliché en el cuestionamiento hacia ello. El amor, la ternura, la solidaridad, la búsqueda de la felicidad, todo esto contado de una manera brillante y con un guión, bien desarrollado, que aumenta a cada momento el interés durante mas de 2 horas de película, nos hace reflexionar sobre lo realmente importante en esa búsqueda, que a veces parece imposible, la de la comprensión y solidaridad entre las personas.