La democracia paraguaya es la malquerida tanto que el nieto del dictador que murió en el exilio amenaza con querellar a todo aquel que profane su memoria o que en el Congreso se debata en torno a si aquello fue o no una dictadura al tiempo que autorizaban el pago de nuestros impuestos a los que acabaron con ella.
Si fuéramos un país justo, ese dinero debería salir de los bienes confiscados y rematados de la camarilla que sostuvo al tirano de 1954 a 1989. No, ni en eso somos justos, y ese es nuestro problema.
Somos un país profundamente inequitativo, donde el poder sigue siendo básicamente autoritario. Cambiaron algunas formas, pero la mentalidad del que manda no es la del servicio, sino la imposición, el abuso, el matonismo y la injusticia. Consideran que si no lo ejercen de esa manera es como si en realidad no tuvieran poder. Si la democracia no se transforma de manera profunda y pasa de las formas ritualistas de unos comicios convencionales a algo que vive y se encarna en el respeto a las normas, instituciones públicas al servicio de la gente, salarios adecuados a la realidad del país no aumentará el número de sus adherentes y, por el contrario, los que facturan con ella ocasionalmente serán las primeras víctimas cuando se vaya la malquerida.
Ninguno, desde el presidente hasta el último de los funcionarios, tiene conciencia del evangelio democrático. No creen en la transparencia, la eficacia de gestión, la responsabilidad de los cargos y menos aún les importan los compromisos con las urgencias ciudadanas. Viven del boato del poder que tiene en el abuso y la corrupción su atuendo ante sus mandantes. Tenemos una democracia de fachada, pero con una concepción prefeudal. Los nobles, los cortesanos y la gleba conviven en un país que por el camino que desanda, puede llegar a perder su soberanía en manos de criminales o mafiosos que lo han tomado como rehén. La malquerida democracia paraguaya no es sostenible por mucho tiempo en este estado de cosas. No da más continuar en este sendero y cuatro años a este paso se vuelve una agonía.
Una inseguridad rampante que tiene cómplices en el propio aparato del Estado que debiera repelarla, una cárcel convertida en universidad del crimen, unos policías que se asustan y tiemblan cuando matan a uno de los suyos, pero no les parece absolutamente ilegal cobrar por dar aquello que están mandados a dar de manera gratuita y, por supuesto, con una Justicia absolutamente imprevisible y venal en sus fallos. Esta es la combinación perfecta para mantener a la malquerida en la senda de su ocaso.
Entre el reality de los informativos llenos de sangre, de miedo, y la supervivencia ciudadana cotidiana sigue el desgaste de una democracia de privilegios, inequidades y angustias. Nos debemos los paraguayos un mejor destino. Nuestra vecina Argentina es un buen ejemplo en donde podemos terminar. Ese país donde viven casi dos millones de los nuestros se declaró en emergencia alimentaria. Aquí se incendia el país y los que deberían apagarlo creen que el fuego no los alcanzará. Cuando se vaya la malquerida todos lamentaremos no haberla sostenido con nuestro esfuerzo, responsabilidad y, por sobre todo, decencia. Solo que será tarde para cuando eso.