Cuando escribo este comentario es grave el estado de salud del Papa emérito Benedicto XVI, quien en febrero de este año, a sus 95, escribió una carta valiente sobre el tema de la muerte, la “puerta oscura” que se prepara a cruzar. Su visión no está exenta de preocupación, sin embargo, ha dicho que no debemos temer hasta el punto de desfallecer, ya que en la óptica cristiana el juez es también abogado y amigo.
“No pues cuestiones de fe”, dirá alguno, en un tiempo en el que el vestido amarillo, las uvas y la maleta dando vueltas por la calle parecen desplazar las preguntas sobre el sentido último del tiempo y de la realidad. Pero, aunque sea a fin de año y ante la partida inminente de un mahatma (alma grande, como diría el poeta Tagore) de Occidente, cuyo relativismo moral deconstructivo denunció en su momento Ratzinger, me permito mencionar aquí el nombre casi cancelado de esa misteriosa puerta de la muerte. Es un lujo que podemos darnos al menos una vez en el año: mencionar el alma, el misterio, la muerte y la pregunta sobre el sentido.
Es verdad que el posmoderno se hastió de la petulancia de la razón envilecida por el materialismo cruel. Se cansó de crecer y nunca desarrollarse, pues no es lo mismo. Y repudió la insipidez de esta razón endiosada por sus padres, que fue capaz de comerciar con la vida, desahuciar al pobre, premiar al malvado, deshacerse de la inocencia en el sistema, perseguir a muerte al justo… Si Dios ha muerto, podría desaparecer la línea del bien y del mal, marcada por la conciencia moral y es posible que la angustia se vaya, dicen. Por eso, no quieren hablar de la muerte. Pero es una trampa. Porque eliminar el Sol, no cancela la oscuridad ni el invierno. Si no hay verdad sobre el sentido de la vida, solo queda el poder como en la selva oscura… Y así vemos como los nuevos caciques de la aldea global caen en errores mayores que les traen consecuencias peores que las de sus padres: la soledad, la tristeza, la indiferencia.
¿No sería mejor recuperar el sentido y abrazar la realidad? No olvidemos que existe también en nosotros, las fragilizadas personas del siglo XXI, la misma imperiosa necesidad de darle nombre al misterio de nuestra existencia. Nuestra tradición cultural realista es rica en expresiones que nos advierten que “no podemos tapar el Sol con el dedo”.
No nos bastarán esa compasión de telenovela, la solidaridad universal a fuerza de agendas ponzoñosas, el despilfarro mediático de nuestra emotividad, el neopaganismo insípido, ni el afán de control político o económico deshilachado moralmente… La famosa caída de Occidente que tanto pregonan los nuevos bárbaros del progresismo-caviar, quienes se sacian en la mesa burguesa que les sirvieron sus detestados padres, no acabará con la hipocresía ni las asimetrías, ni con toda la tristeza de su desamor…
Por eso, agradezco a gente de la altura intelectual y moral de Joseph Ratzinger, que no acalla aquel malestar del alma ante el peso de la culpa, ni el miedo ante la muerte, pero tampoco acalla el deseo de trascendencia en Dios, ni el llamado a buscarle desde el interior. Recomiendo releer sus cartas sobre el amor en la verdad, la esperanza y la luz en el mundo. Es verdad que estamos heridos, “es tarde y anochece”, pero también es cierto que más que nunca hace falta el coraje del niño que pregunta mirando fijo a la cara.
Recordando a Narnia y su ropero misterioso, donde Lewis supo expresar con ropaje mitológico la fascinación que la aventura existencial sin censuras al sentido religioso provoca, como vocación humana universal; con Sol, con preguntas, con identidad, con la apertura a la posibilidad de que encontremos algo esencial, vivo, bueno, verdadero y bello, tal como es, por ejemplo: el perdón, que nos permita comenzar todo de nuevo.
Bienaventurado viaje hacia la dicha, Benedicto XVI, y gracias por llamar a las cosas por su nombre. Feliz y próspero Año Nuevo para todos.