En cuestión de semanas, buena parte del mundo se vio en la necesidad de tomar medidas sanitarias de aislamiento social y cierre de fronteras sin precedentes, y con consecuencias difíciles de calcular debido a una casi total paralización de la economía.
La pandemia traspasó fronteras de todo tipo, geográficas, sociales, económicas, afectando a países tan diversos en cuanto a costumbres y cultura, regímenes políticos, nivel de desarrollo económico. Desde China hasta Estados Unidos –las dos potencias económicas actuales enfrentadas en una guerra comercial– pasando por Irán, Italia, España, Brasil, Ecuador, incluyendo desde luego Paraguay y muchos otros países que ya forman parte de la lista, y seguramente otros tantos que se irán agregando.
Una pandemia por definición es una enfermedad epidémica que se extiende a muchos países. En este novel siglo XXI, en un lapso de 20 años, ya hemos experimentado varias pandemias que han afectado a diferentes áreas geográficas. Así recordamos el SARS (Síndrome de Respiración Aguda), la gripe A-H1N1, el ébola, y las bien conocidas para nosotros, las del dengue, chikunguña y del zika, transmitidos por mosquitos. En el caso del Covid-19 lo que le caracteriza es la rápida y fácil propagación del coronavirus, con el agravante de que hasta ahora no existe una vacuna contra el virus, por lo que los sistemas de salud (incluso de los países más desarrollados) muy pronto llegan a colapsar.
El pasado 7 de abril el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en un discurso en ocasión del “día mundial de la salud”, afirmó que “el mundo se encuentra sumido en la crisis sanitaria más grave de nuestro tiempo”.
Esta pandemia paradójicamente deja al descubierto que no estamos preparados para combatirla con un abordaje global. Las organizaciones internacionales existentes no son aptas para administrar esta situación, articular decisiones y coordinar la implementación de medidas sin la contaminación de los intereses políticos.
Solo por citar dos, tenemos a la Organización de Naciones Unidas (ONU), cuyo objetivo principal es “mantener la paz y la seguridad internacionales”, por lo que se activa institucionalmente ante conflictos bélicos, pero no en tiempos de paz ante el ataque de un virus, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) que brinda cooperación a los países miembros, pero con una limitada esfera de acción.
Esta pandemia además ha develado que ningún país ni sus autoridades políticas tienen la capacidad de liderar la búsqueda y proposición de respuestas concretas a partir de la colaboración científica, tecnológica y económica cuyos resultados puedan servir a todos los países, pero especialmente a los menos desarrollados.
Ha sido el papa Francisco en su histórica ceremonia de la bendición “urbi et orbi” quien ha dado un mensaje universal y profundamente humano, al reconocer que la fragilidad humana y del mundo donde habitamos nos pone a todos en una misma barca para enfrentar esta tempestad.
Muchos sostienen que habrá un antes y un después de esta pandemia.
Para el después –que esperamos sea pronto– será un imperativo moral plantearse no solamente un considerable aumento de la inversión pública en los sistemas de salud de cada país, sino también qué tipo de organismos internacionales y de políticas de cooperación necesitamos para preservar la vida y la salud de todos como humanidad.
Para el después, creo que como ciudadanos del mundo estaremos más empoderados para exigir a nuestros gobiernos una real revisión de prioridades y de las políticas sociales y ambientales, pero también el mayor compromiso de ser parte de la solución.
Para el después, si se llegare a desarrollar una vacuna contra el coronavirus, esa será una excelente oportunidad para testearnos y redefinirnos como una sociedad global más humana y solidaria.