La muerte de Niki Lauda no es una pérdida solo para el automovilismo; lo es para todo el deporte, que despide a una de sus grandes figuras. Su fallecimiento se produce 25 años después del de Ayrton Senna, otro tricampeón mundial de Fórmula Uno.
Lauda, que expiró a los 70, en su Viena natal, es recordado también por su vuelta tras su accidente, en el Nürburgring alemán, en 1976, donde de forma milagrosa salvó la vida, cuando entre varios pilotos lograron sacarlo, casi un minuto después, de entre las llamas que envolvían el Ferrari con el que un año antes había ganado su primer título. Desde entonces, su imagen estuvo ineludiblemente ligada a la de la gorra bajo la que escondía las graves heridas.
El ídolo se convirtió en héroe cuando, poco más de un mes después de haber recibido la extrema unción, y desoyendo todo consejo médico, se subía al coche en Monza (Italia), donde, anticipando salvajemente su regreso, tras saltarse solo dos Grandes Premios, reanudó su lucha por revalidar el título.
Ese Mundial se decidió por un solo punto en la última carrera, en Fuji (Japón), a favor del inglés James Hunt, con el que mantuvo una rivalidad deportiva que quedó plasmada en la película Rush (2013).
Lauda era tan extremadamente inteligente que supo entender que, tras haber bailado un largo vals con la muerte, era preferible no volver a danzar con esa extraña dama. Y, a pesar de haber acelerado su retorno, tras dar un par de vueltas bajo el diluvio, supo bajarse de la pista de Japón. Niki, que sumó 25 victorias en la categoría reina, logró un año después su segunda corona para Ferrari. Se retiró dos veces. La primera, en 1979. La segunda y definitiva (regresó en 1982), en el 85: Tras capturar, un año antes y con McLaren, su tercer título.