31 ago. 2024

La suave instalación de una dictadura

¿Es posible que el Paraguay vuelva a ser una dictadura? En principio, la respuesta es sí, dada la nutrida saga de autoritarismos que puebla nuestra historia. El último autócrata, Alfredo Stroessner, permaneció en el poder durante más de un tercio de siglo. Y, además, está el factor ANR, un partido que sigue admirando la gestión del general pedófilo. Por algo, ninguna administración colorada de la transición realizó actos oficiales de conmemoración de los aniversarios del 3 de febrero de 1989. La tardía y efímera alternancia en el gobierno no pudo impedir que los colorados borraran sutil y sistemáticamente la memoria de las atrocidades de la tiranía.


Dicho esto, hay que aclarar que una dictadura en los tiempos actuales no sería igual a aquellas de la década de los setenta que asolaron Latinoamérica. Un autoritarismo de nuevo cuño necesariamente tendría que instalarse con cierto disimulo. Sería gradual y formalista. Debería acomodar las leyes a su accionar arbitrario y utilizar el aparato judicial para despejar el camino de obstáculos molestos.

Obviamente, avances de este tipo solo serían posibles en un país con pobre institucionalidad y donde el principio constitucional de control recíproco de los poderes del Estado se haya roto. Entonces, la voluntad personalista de alguien dispuesto a acaparar todo el poder podría imponerse. Es eso lo que está ocurriendo en el Paraguay debido a la sorprendente hegemonía lograda por el cartismo en todos los espacios institucionales de la República.

Desde la presidencia del Partido Colorado, Horacio Cartes maneja los hilos de la política nacional como si estuviera en el Palacio de López. De hecho, en la jerga popular se asegura que las decisiones importantes se toman en el mítico quincho de su casa. La dependencia casi humillante de Santiago Peña lo convirtió en un mero gerente con escasa autonomía y nula posibilidad de rebelión. Es esta una bicefalia asimétrica, pues una de las cabezas –la de Cartes, obviamente– es mucho mayor que la otra.

El Parlamento, otrora ámbito de debates que ponían límites a los abusos de poder, se transformó en un ruidoso mercado en el que solo sobresalen unas pocas voces –la mayor parte de ellas femeninas–, que resisten al intolerante aluvión cartista. La expulsión anticonstitucional de Kattya González fue la muestra más clara del talante prepotente de esa mayoría.

Paso a paso, el cartismo fue copando el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados y el Consejo de la Magistratura, dos órganos extrapoderes claves para asegurar impunidad y el nombramiento de futuros jueces dóciles. El Ministerio Público, dirigido durante años por la leal Sandra Quiñónez y actualmente por el dubitativo Emiliano Rolón, también está largamente infiltrado de fiscales dispuestos a cumplir las órdenes superiores, como en el viejo régimen. Dos de ellos, sumidos en el escándalo de los chats recientemente revelados, dirigen una imputación con olor a venganza contra el ex presidente Abdo y ocho personas más.

Con la Corte Suprema de Justicia bajo control cartista no resulta extraño que buena parte de los jueces demuestren temor a la hora de juzgar a políticos de Honor Colorado.

El contrapeso democrático es débil. La oposición está disgregada y sin liderazgos. Una ciudadanía apática y con poca tradición de protesta observa en silencio el avance retardatario. El Latinobarómetro 2023 informa de “la altísima insatisfacción con la democracia que se registra en Paraguay (79%), un país con los mayores indicadores de autoritarismo de la región”. Queda la prensa, como trinchera de resistencia, pero ya se sienten los intentos de acallarla.

Que un grupo político antidemocrático tenga de rodillas a todo el sistema ya lo conocimos. Antes, por el poder de la fuerza; ahora, por el poder del dinero. Hace unos días, el periodista Pablo Guerrero le preguntó al siempre reflexivo abogado Osvaldo Granada si vamos camino a la dictadura. Su respuesta fue: “Ya estamos en la dictadura”. ¿Exageración o diagnóstico correcto?

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