28 abr. 2024

La solución está en manos del problema

Alberto Acosta Garbarino, presidente de Dende.

Luego de la caída del Muro de Berlín y del desplome del comunismo a comienzos de los años noventa, parecía que el capitalismo había triunfado definitivamente y que la globalización y el libre mercado serían imparables.

En este contexto muchos decían que el Estado-Nación, con sus vetustas instituciones como los Congresos y los Bancos Centrales serían cosas del pasado, ante gigantescas empresas transnacionales y poderosos organismos multilaterales.

El primer gran golpe a esa creencia dominante fue el atentado a las Torres Gemelas en el 2001, donde el Estado reapareció con fuerza tomando medidas de seguridad ante la amenaza del terrorismo.

El segundo gran golpe fue la crisis financiera internacional del 2008 donde ante la debacle financiera mundial, los estados tuvieron que coordinar diversas medidas de salvataje y de reactivación de la economía.

El tercer gran golpe viene ahora con la pandemia del coronavirus, que ante la amenaza de su propagación, los diferentes estados están tomado durísimas medidas de confinamiento de su población y de cierre de sus fronteras.

Los dos primeros golpes a la creencia de que podíamos tener un Estado ausente o muy pequeño se produjo en los países desarrollados donde existían estados grandes y poderosos, solamente que la ideología dominante en ese momento los quería reducir a su mínima expresión.

Es famosa la frase del presidente norteamericano Ronald Reagan, que fiel a su ideología liberal y conservadora dijo: “El Gobierno no es la solución a nuestros problemas, el Gobierno es el problema”.

Sin embargo, este tercer golpe del coronavirus se produce en todo el mundo y está afectando a países subdesarrollados donde una de sus características es la casi ausencia del Estado o una presencia absolutamente débil, indeficiente y corrupta.

En el caso de nuestro país la pandemia ha desnudado totalmente a nuestro débil Estado, ha mostrado lo mejor y lo peor del mismo. Lo mejor es nuestra solvencia macroeconómica, que gracias al bajo endeudamiento y a las altas reservas internacionales, ha podido acceder rápidamente al financiamiento internacional.

Lo peor es la terrible deficiencia de nuestro sistema de Salud que no tenía la mínima infraestructura de hospitales, de camas, de respiradores, de equipos de protección y de profesionales capacitados para enfrentar el desafío.

La crisis sanitaria también ha demostrado la ausencia casi total de redes de protección social, donde no teníamos ni siquiera identificados a los ciudadanos a quienes debemos proteger y mucho menos teníamos sistemas de seguro de desempleo o de renta básica universal, para mitigar los daños de la crisis.

Pero por sobre todas las cosas esta pandemia ha demostrado lo que todos sabemos, sufrimos y denunciamos desde hace mucho tiempo la terrible corrupción estatal, producto de esa troika entre políticos, sindicatos de empleados públicos y empresas proveedoras del Estado. Muchos pensamos que en este tiempo de coronavirus y ante la desgracia que estamos viviendo, los corruptos iban a tener un poco de vergüenza, pero nos equivocamos totalmente.

Ante todo esto nos encontramos frente a un dilema de casi imposible solución: Por un lado, necesitamos de un Estado que fortalezca sus servicios sanitarios para enfrentar la pandemia, que fortalezca sus redes de protección social para mitigar la crisis por la pérdida de ingreso de mucha gente y que gaste menos e invierta más para reactivar nuestra economía y generar trabajo.

Pero para poder cumplir con todos los objetivos mencionados, necesitamos, urgentemente, realizar reformas profundas a nuestro aparato estatal.

Sin embargo, estas reformas tienen que pasar indefectiblemente por las manos de nuestra actual clase política, que con algunas honrosas excepciones, es la más baja intelectual y moralmente de todo nuestro periodo democrático. Lamentablemente, y como leí en las redes sociales, la solución de nuestros problemas está en manos del problema mismo.

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