Entre esa muchedumbre nos encontramos nosotros. Queremos ser como Samuel, de quien dice la Escritura que mientras crecía, su cercanía y atención al Señor era tal que ninguna de las palabras que Dios le dirigía cayó en vacío (cf. 1 Samuel 3, 19); o como María de Betania, que “sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra” (Lucas 10,39).
Inesperadamente, algunos de los presentes interrumpen a Jesús para avisarle de que fuera están su madre y otros familiares. Andan buscándole, quizá porque la conversación se ha prolongado más de lo debido. Era ya habitual: la muchedumbre gozaba al escuchar al maestro de Nazaret; todos “se quedaban admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas” (Marcos 1,22).
Jesús aprovecha la interrupción para desvelar algo inesperado: el verdadero parentesco con Jesús procede, más que de los lazos de la sangre, de la escucha de su palabra.
Así actuaba María, la madre de Jesús: antes de concebirlo en su seno escuchaba a Dios, ponderaba en su corazón esas palabras, y las ponía por obra. Y así dio como fruto virginal al mismo Hijo de Dios. Ella es modelo de los discípulos de Jesús.
Escuchándole e identificándonos con sus enseñanzas no solo somos sus discípulos sino que nos convertimos en hermanos de Jesús, hijos de un mismo padre. Solo así podremos dar fruto: que muchos descubran su parentesco con Dios, su filiación divina. Como enseñaba san Josemaría, “ningún hijo de la Iglesia santa puede vivir tranquilo, sin experimentar inquietud ante las masas despersonalizadas: rebaño, manada, piara, escribí en alguna ocasión. ¡Cuántas pasiones nobles hay, en su aparente indiferencia! ¡Cuántas posibilidades! (...)” (San Josemaría, Forja, n. 901).
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/evangelio-feria-iii-vigesimoquinta-semana-tiempo-ordinario/).